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Creando estilos de vida sanos

Testimonio de una paciente con ataques de pánico

e repente te invade una sensación de pánico: el terror nace en el centro de tu pecho y se extiende por cada centímetro de tu cuerpo en cada latido taquicárdico como si estuviera disuelto en la sangre y tuviera una afinidad del carajo a la hemoglobina.

Ese miedo es un miedo arrollador: te sientes como en el segundo después de dar un frenazo para evitar al subnormal del todoterreno que se cree el dueño de la carretera y casi hace que os matéis los dos; como el instante justo en el que el profesor clava los ojos en ti en clase y ves maldad en sus ojos porque te va a preguntar a qué antibióticos es sensible el Acinetobacter baumanii y tú sacaste la micro por los pelos; es como la noche antes del examen, el momento en el que el piloto del avión dice que “vamos a pasar por una zona de turbulencias” y el segundo en el que te das cuenta de que te has olvidado de ajustar los espejos diez minutos después de empezar tu examen de conducir.

Es esa clase de miedo. Sólo que no estás en la carretera y después de evitar al otro coche no puedes decir palabrotas, seguir conduciendo y ponerte a cantar a grito desafinado el Drive By que suena en la radio. No te puedes relajar después de fallar la pregunta. No hay examen para hacer. No hay señal de cinturón de seguridad encendida ni azafato sonriente.

Es esa clase de miedo. Sólo que no termina. Sigue. Crece. Ni siquiera sabes a qué tienes miedo. Pero tienes miedo. Mucho. Y empiezas a temblar como si tuvieras 40 de fiebre. Una tiritona violenta sin sentir el más mínimo frío. A veces sentirás calor de una forma desagradable, como si estuviera en forma de líquido envolviendo todo tu tórax, desde los hombros hasta la mitad de la espalda y por delante siguiendo el borde inferior del esternón.

Te levantas temblando. Te fallan las rodillas. Te das cuenta de que el corazón te va a mil por hora y que puedes sentirlo latir en cada una de las arterias de tu cuerpo. Tratas de respirar profundamente y tus pulmones deciden que ellos van a seguir el ritmo que les dé la gana y generalmente ese va a ir a juego con el del tirite.

Y es ahí cuando aparte del miedo empiezas a sentirte horriblemente estúpida. ¿De qué tienes miedo? Estás tranquilamente en tu cama durmiendo, o sentada delante del ordenador chateando en el Facebook; estás viendo una película de dibujos animados; leyendo un libro que va de unicornios rosas, mariposas y nubes de algodón de azúcar; estás hablando por teléfono, bajando la escalera, estudiando… ¡¿De qué coño tienes miedo?!

Y es ese momento cuando los pensamientos de tu cabeza empiezan a jugar al ping-pong a tal velocidad que parece que las pelotas están empapadas en anfetas.

— ¡Estás en tu puñetera casa, joder! ¿Qué podría darte miedo aquí: que se te caiga el techo encima?

—No, la verdad es que no. Es un techo muy sólido.

— ¿Que te suspendan tooooooooodos los exámenes de enero?

—A ver, eso no me hace mucha ilusión, pero puedo presentarme de nuevo en Julio y en el peor de los casos repito alguna asignatura el año que viene y ya está. Voy limpia. Puedo permitírmelo.

— ¿Es que has empezado a pensar que tus amigos son más falsos que una moneda de 3 euros?

—No, no es verdad. Tengo amigos de verdad, que se preocupan realmente por mí. Es más, desde que me han empezado a notar rara me mandan un montón de mensajitos y me ponen canciones a tutiplén en el Muro del Facebook.

— ¿Te da miedo no ser capaz de encontrar a alguien que te soporte y morir sola?

—No seas absurda, voz estúpida de mi cabeza…

—Jjijijiji, ha dicho moriiiiiiir.

—Sí, ya sé que ha dicho morir.

—Te vas a morir.

—Nadie se muere de un ataque de ansiedad, idiota.

—Yo no he dicho que te vayas a morir ahora. Sólo que te vas a morir. En algún momento de los próximos 60 años, más o menos, cerrarás los ojos y te morirás. Ya está, pluff. ¿A lo mejor es como quedarse dormido sabes? Cierras los ojos pensando en que a la mañana siguiente quieres levantarte temprano para ir a correr y ese es el último pensamiento que tienes por toda la eternidad. A lo mejor te reencarnas o hay vida después de la muerte. ¿Te imaginas la vida después de la muerte, la eternidad? ¿Leer todos los libros jamás escritos, ver todas las películas (incluso las malas), memorizar todas las canciones, hablar con todas las personas que jamás han existido, contar los granos de arena del desierto… y seguir existiendo? Te vas a morir.

—Pero todos nos morimos tarde o temprano. Está claro que no es un tema que me haga mucha gracia pensar pero no hay nada que yo pueda hacer para evitar morirme o para conocer la respuesta de lo que hay después de la muerte. Tampoco sé qué es lo que me gustaría que hubiese, así que…

—No, pero en serio. ¿Tú qué opinas? ¿Crees que después de la muerte vas a “vivir” para siempre? Porque eso es una putada. ¿Cómo se tomará Dios que no pises una Iglesia desde los 18? ¡Pero qué digo! ¡Si te conozco como si fueras yo! ¡Llevas intentando recuperar la fe desde el mismo momento en el que la perdiste! Aunque te mueras de ganas, no crees que haya Dios ni ningún otro ser superior ni pamplinas. Tú maldito cerebro incapaz de creer en las cosas que la ciencia no pueda probar te dice que te mueres y punto. Si tienes suerte pasarás a ser parte del abono de un bonito manzano, pero todos tus pensamientos, tus sentimientos, tus ideas, todos los libros que no habrás escrito, los hijos que no habrás tenido y los árboles que no habrás plantado se quedarán en NADA. Todo lo que quieras hacer lo tienes que hacer en los próximos sesenta años, y piensa lo rápido que han pasado los anteriores 23. Antes de que te des cuenta estarás muerta. Pasarás del ser al no ser. Por si no te ha quedado claro: nada, negro, finito. Será como esas ocho horas que pasan en un parpadeo cuando estás dormido pero E-T-E-R-N-A-M-E-N-T-E. ¿Te das cuenta de cuánto dura un eternamente?

Es entonces cuando empiezas a darte cuenta de que el corazón, que te iba deprisa, ha duplicado su velocidad. Trastabillas hacia el baño, apoyas las manos en el borde del mármol y aprietas los puños con fuerza. No sientes como tuyas esas manos que se crispan. Las miras. Son las tuyas sí. El lunar rojo y la cicatriz de cuando te caíste en las canchas del colegio. Las tuyas.

Piensas en mover un dedo y se mueve. Pero es casi como si se lo ordenaras a un personaje de un videojuego con unos gráficos muy buenos. No lo sientes como tuyo.

El rostro pálido que ves en el espejo como a través de una bruma tiene el labio tembloroso y los ojos húmedos. Los ojos. Los ojos parecen muy vivos. Y es entonces, como si de un mazazo se tratara, cuando asumes que estás viva y en consecuencia todo el peso de tu mortalidad… a un nivel de conciencia superior.

—Te vas a morir.

— ¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!

—Te vas a morir. Vas a dejar de existir, a ser nada. Y da igual que descubras la cura contra el cáncer o escribas el gran clásico del siglo XXI. Te vas a morir igual. Tus logros aquí sólo importarán a los que dejas. Pero tú-te-mue-res. TE-MUE-RES.

— ¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!

—Te mueres. Te mueres, te muereessssssss.

— ¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!

— ¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!

—¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!

Ahora el pánico no es como el de un examen, el pánico se ha convertido en el malo de la peli de SAW queriendo jugar contigo; se ha convertido en lo que debe de sentir un paciente de oncología cuando le dan su cuenta atrás; en que se te acabe el aire en una inmersión treinta metros bajo el agua.

Quizás exageras, pero el corazón te va como mínimo a doscientos latidos por minuto, necesitas respirar más rápido de lo que tu diafragma está dispuesto a hacerlo y sientes cosquilleos en las mejillas y en los dedos. Un puño de acero te retuerce el estómago y empiezas a tener náuseas. Hay una mano invisible apoyada con fuerza justo encima de tu esternón. Quieres gritar. De verdad que quieres, con toda tu fuerza, como las voces de tu cabeza, pero no puedes. Gritar fuerte, golpearte la cabeza contra la pared, llamar a alguien.

Llamar a alguien.

Te deslizas arrastrando los pies hacia el cuarto de tus padres. Te extraña que el castañeo de tus dientes o el sonido de tus arcadas no les haya despertado. Y dudas. Ellos tienen derecho a su sueño. No te estás muriendo. No necesitas que te lleven a Urgencias. Sólo estás histérica porque eres subnormal.

—Sabes que los seres vivos se mueren desde que tienes tres años. ¿De qué vas? No ha cambiado nada.

PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO. PÁNICO.

—Mamá, ¿puedes venir?

Y tu madre se levanta tan rápido que le hubiera robado todos los récords a Usain Bolt si se hubiera tratado de una Olimpiada, coge una bolsa de papel y te pide que respires más despacio. Te da un Trankimazin. Te cuenta su día y algunos chistes estúpidos. Se tumba a tu lado en la cama, en tu cama que es demasiado estrecha. Te abraza.

Te abraza y su tacto te llega como si estuviera amortiguado. ¿El tacto se puede amortiguar, como los sonidos? Te molesta. Y te sientes mal porque el abrazo de tu madre no te reconforte. ¿Es que acaso no la quieres?

Intentas concentrarte en los recuerdos felices que debería traerte el calor de su piel, ¿es calor? Al menos no se siente como tal.

Tu madre te aprieta más fuerte. Te acaricia el brazo.

Le contarías todo lo que sientes, pero, ¿y si le contagias tu ansiedad? Nadie jamás debería sentirse ni siquiera cerca de cómo tú te sientes ahora. Nadie. NUNCA.

—Dime qué puedo hacer para ayudarte.

No respondes. Ni siquiera sabes qué es lo que puedes hacer tú para ayudarte a ti misma. Te giras lentamente y la miras a los ojos, esos ojos oscuros que están ligeramente enrojecidos a diez centímetros de ti y a la vez muy lejos, como si estuvieran a cien mil años luz o al otro lado de una gruesa pared de metacrilato.

Tú que habías dejado de temblar, vuelves a hacerlo. La miras a los ojos e imaginas que lucirán igual cuando no haya vida detrás de ellos. Si a ti con suerte te quedan unos sesenta años de vida… ¿cuántos le quedarán a ella?

Entonces te revuelves en la cama. Te incomoda estar en ella con tu madre y te da miedo estar sola, pero tampoco quieres que te toque. Le dices que se vaya a dormir. No, que vuelva. Que se vaya.

Enciendes el ordenador entre temblores todavía y con tres de tus cuatro voces gritando por dentro. Pones un capítulo de Scrubs tras otro con la esperanza de que alguno te haga reír como la primera vez que viste la serie y aunque te va relajando, al menos despistando, temes en silencio el momento en el que la pastilla haga efecto y te duermas.

Porque, ¿y si cerras los ojos y te mueres?

 — ¿Y si desperdicias tu vida por temer a la muerte?

—Si es que nunca le he tenido miedo a la muerte…

—Pues ahora sí. Asúmelo. Supéralo. ¿Tienes 23 años, tres cuartas partes de tu vida por delante y la vas a desperdiciar a base de inflarte a antidepresivos, ansiolíticos y terapia? Bien por ti, campeona.

 Poco a poco los ojos se te van cerrando. A veces te adormilas un poco y vuelves a despertarte al instante con el mismo pánico que al principio. Miras la pantalla donde un par de actores ríen y te preguntas cómo es posible que ellos se sientan felices en algún momento. ¿Por qué no están paralizados de pánico? ¿Por qué ellos no se sienten como si estuvieran encerrados en una caja de acero de 1,75×50 y fueran incapaces de gritar?

—Ahora es cuando gritas y despiertas a toda la casa.

—Tranquila, no te estás volviendo majara. Lo has estudiado. Sabes que todos éstos son síntomas muy naturales de las crisis de pánico. No te creas el ombligo del mundo. Relájate.

—Grita, loca.

 Dudas.

— ¡Qué risa como esto te ocurra mañana en la biblioteca! Nos vamos a reír un rato. Por cierto, ahora en vez de tener un ataque de histeria deberías estar estudiando para tus exámenes, ¿sabes? ¿Cómo de capaz te ves de estudiarte 400 páginas en 4 días teniendo 3 ó 4 ataques de estos al día y sin poder de concentración? Ya te vas a Julio con toda la asinatura, el parcial que habías aprobado también, por subnormal, ¿quieres más? ¿Crees que podrás ser algún día cirujana si no eres capaz de aguantar un poquito de estrés? Me meo con una médico que se eche a temblar cada vez que algo le recuerde la temporalidad de la vida. ¡Espera, espera! Juguemos a algo: 1, 2, 3, responda otra vez: posibles formas de morirse súbitamente mientras duermes estando en la veintena y llevando un estilo de vida saludable. Por ejemplo… ¡ictus hemorrágico!

—Disección de aneurisma de aorta.

—Fallo cardiaco por malformaciones congénitas no detectadas.

—Fallo respiratorio por intoxicación por benzodiacepinas.

—Tromboembolismo pulmonar.

— ¡SILENCIO!

De golpe te das cuenta de que te acabas de convertir en una chica de 23 años que tiene miedo a la oscuridad, al silencio, a la muerte… y sientes mucha vergüenza.

Culpa. Tienes que disculparte con tu madre.

Fastidio. ¿Por qué tiene que pasarme esto a mí? Hasta hace nada eras una persona perfectamente normal que se pasaba los lunes soñando con dormir hasta tarde los sábados y ahora te da miedo tu propio edredón.

Ojalá pudieras volver a ser la tú de hace un mes…

Y al final, con la luz encendida, la serie a medias, concentrada en los ronquidos que vienen del otro lado del pasillo y teniendo más miedo del que recuerdas haber sentido en toda tu vida, te duermes sin sueños, tan súbitamente que parece que te has desmayad