La droga llenaba mi vacĂo
Recuerdo mi infancia como una etapa mágica. Y me recuerdo feliz. Ahora creo que había idealizado el lugar del que venía, mi mundo seguro durante los primeros años de mi vida.
Tenía diez años cuando mis padres decidieron empezar una nueva vida en otra ciudad y lo viví muy mal. Dejar Asturias para mí fue algo doloroso que no supe expresar. Era como si estuviese enfadada con ellos por hacerme algo así. No vi en aquel momento que me sentía inmensamente triste.Durante el primer año no quise hacer amigos en la nueva escuela. Echaba de menos a mi mejor amiga, a los demás, pero no lo expresaba. Me limitaba a permanecer al margen. Nadie, ni yo misma, identificó que estaba triste y no supe adaptarme a las cosas. Eso ha sido una constante en mi historia.
Visto que no me había funcionado la estrategia, decidí empezar en el instituto haciendo amigos. Y por aquel entonces para hacer amigos parecía que lo más práctico era hacer campana y pasar tiempo en el bar. Ahí fue cuando empecé a tomar porros, tripis y pastillas. Tenía en mi cabeza la idea de que no podemos permitirnos estar tristes. Y lo tapaba con las drogas. Un tiempo después conocí a un chico de Madrid que también estaba metido en este mundo hasta el cuello. Nos inyectábamos de todo: la heroína y la cocaína me llevaban a un estado de bienestar y placer que no encontraba en mi mundo real.
Me puse enferma. Estaba muy débil y delgada. Me llamó mi hermana desde Barcelona y me convenció para que volviera. Yo no pensaba dejar a mi novio ni nuestra vida... Tan solo quería recuperar la salud y regresar con él.Al volver con mi familia me di cuenta de que no consumía por llevar una vida transgresora y bohemia; consumía porque no podía evitarlo. En el instituto me drogaba cuando quería, pero ahora ya no era así. Al alejarme de mi vida en Madrid y aun así recaer una y otra vez, sentí que había tocado fondo. Y se lo conté a mis padres. Ellos son personas con estudios y de clase social media alta. Y aunque la noticia y mi relato les dejó conmocionados, enseguida me tendieron una mano y me propusieron ayudarme.
Entré en el Centro sabiendo que estaría allí un año y no muy convencida. Un día oí que le decían a una chica que quería escapar: “¿Qué tienes que hacer más importante durante el próximo año?”. La frase no iba dirigida a mí, pero sentí que tenían razón. Curarme de la drogadicción. Mirar hacia mí misma y curarme. No había mejor plan. Para dejar las drogas necesitas querer dejarlas. Sin eso, ya te pueden llevar al mejor centro de desintoxicación del mundo, no las dejarás. Pero yo quería. Por aquel entonces tenía la autoestima muy baja y las drogas contribuían a machacármela aún más. Y me di cuenta. Cuando estás en el mundo de las drogas o del alcohol, la gente te rechaza y también se aprovecha de ti. Y tú haces cosas de las que no te sientes orgullosa después. En el Centro descubrí lo mucho que me maltrataba. Me decía cosas terribles cada vez que me hablaba: “Qué estúpida eres” era para mí algo normal. Pero en aquel lugar me invitaron a no decirme nada que no pudiera decirle a un bebé.Por primera vez en mi vida hablé de mis miedos, de sentimientos. En casa no teníamos por costumbre hablar de lo que sentíamos. En cambio, allí dentro íbamos todo el día con una libretita para ir apuntando nuestras emociones y los pensamientos que nos venían. Había unos buzones, uno para las emociones y otro para los pensamientos, y nos pasábamos el tiempo metiendo notitas en ellos.
Estuve un año internada. Hacíamos terapia individual una vez al día y en grupo un día a la semana. Cada cierto tiempo nos metíamos un grupo en una habitación y pasábamos varios días allí. En una ocasión escribimos cada uno nuestra vida hasta aquel momento, nuestra Story Life, así la llamábamos. Aún guardo la mía. Cada uno la leyó en voz alta. Era bonito.Creamos unos lazos muy fuertes entre nosotros. Por vez primera aprendí a contar con los demás y a expresar mis sentimientos. Me resultaba muy difícil aceptar la realidad. Aceptarme a mí misma.