HISTORIAS Paco, historia de un adicto al crack
Un hombre que no puede esperar más. Que nos pide perdón, saca un mechero y pone un poco de crack encima de la mesa. Como el que se muere de sed y mira un refresco muy frío.
-¿Cómo te sientes al fumarlo?
-Relajado [inspira fuerte].
-¿Qué efecto físico te produce?
-Es más psicológico que otra cosa [exhala el humo]. Porque es de muy baja pureza.
-Fue un cuelgue muy chungo o algo. Estaba en la prisión del Salto del Negro, en un módulo de castigo. Solo. Con una bandeja para comer. Lo siguiente que recuerdo es que desperté empapado en mi propia sangre, con los brazos llenos de cortes [nos los enseña], con las paredes llenas de pintadas en latín, tachadas, hechas con mi sangre.
Ésta es la historia de tres días en los que le vimos dormir, soñar, comer, afeitarse, leer, hablar de tías y de libros, comentar cosas de Prince y de la infancia, sudar, comprar el pan, reír, llorar y volar sin mover los pies del suelo.
Ahora bien, si tiene la intención de conocer a un hombre en su inmensa complejidad, tendrá que volver a la imagen luminosa del bañista de Las Canteras. Imaginarse el final que te cuenta él en estas páginas. Y preguntarse cómo nada, cómo cojones resiste, cómo cojones no se ahoga, cómo cojones lo hace si sólo se llama Paco y únicamente se apellida García.
Mejor tú me preguntas, sí... Mi padre era carnicero y mi madre sólo trabajaba en casa. Éramos ocho hermanos, de los que seguimos vivos seis. A los 12 años ya empecé a probar las drogas. Íbamos al parque con el hachís, nos juntábamos tres hermanos y dos de otra familia. Las pastillas, el ron Artemi, la coca... Empezamos a delinquir, hasta los 15 años eran boberías de chicos, no te creas: relojes Casio, balones, raquetas, los radiocasetes de los coches... Pero luego a los 16 ya vino lo serio: en esa edad probé la heroína y vinieron los robos con violencia. Llegó un momento en que yo necesitaba sí o sí fumar heroína para ir al instituto. Luego estuve dos años metiéndome cocaína por vena. Me desenganché volviendo a la heroína. En vez de pinchármela, me la fumaba»
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