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Creando estilos de vida sanos

Tardé casi 40 años en dejar la gaseosa de dieta

Descubrí la Diet Coke en 1982 y, durante las siguientes cuatro décadas, bebí al menos tres o cuatro latas de 355 mililitros casi todos los días, sin importar en qué lugar del mundo estuviera.

Yo era el tipo de persona que evitaba ciertas aerolíneas porque solo servían Pepsi; una vez compré todo el inventario de una tienda en Nueva Delhi porque temí que no iba a encontrar otro refresco en el resto del país; era la que escondía latas en su habitación cuando visitaba a sus padres, como una joven de 18 años con una pipa de marihuana. Pero tenía 40 y tantos.

En varias ocasiones, intenté dejarla, pero nunca pude privarme de ella durante más de una semana. Como no bebía café, la Coca-Cola era mi bebida matutina. ¿Kombucha, La Croix, Zevia? Nada satisfacía mis antojos. Y seamos claros: los refrescos sin cafeína no tienen sentido.

Me encantaba mi Diet Coke (que en otros países se llama Coca-Cola Light) completamente llena y solo en latas color plata con rojo, para poder escuchar ese chasquido pavloviano cuando la abría. Nada de botellas de plástico, dispensador de refrescos o pastel de Coca-Cola de dieta. (Sí, existe). Bebí con mucho ánimo hasta principios de este año, cuando ocurrieron dos cosas casi de manera simultánea. El lado izquierdo de mi abdomen llevaba meses palpitando, pero los médicos eran incapaces de identificar el problema. Las tomografías, las ecografías y la colonoscopia no revelaron nada. Más o menos al mismo tiempo, empecé a notar que mi amada bebida empezaba a tener el mismo sabor que creo que tendría una cápsula de jabón para ropa. Había un regusto maligno que no había notado antes; podía imaginar los productos químicos como remolinos en mi estómago, dirigiéndose contra mis entrañas. Me pregunté: ¿Podrá estar relacionado?

A fines de junio, después de acabarme hasta la última gota de la segunda lata del día, el dolor me recorrió el estómago y ese fue mi último refresco. Así nada más, después de 39 años, había terminado. ¿Por qué tardé tanto? ¿De verdad se trataba de una dependencia física o solo era un mal hábito?

¿Por qué es tan difícil dejarla?

Gearhardt señala dos culpables: el aspartame y la cafeína. O, para ser más precisos: la adicción al azúcar y a la cafeína. Por separado, son dañinos; juntos, son la pesadilla de un adicto.

Una lata de 355 mililitros de Coca-Cola normal tiene 34 miligramos de cafeína, mientras que la Coca-Cola Light tiene 11 miligramos más, según la empresa. (Una taza de café de 230 mililitros tiene unos 95 miligramos). Los edulcorantes artificiales activan el sistema de recompensa del cerebro, pero solo la mitad que el azúcar normal, según Peeke. El sustituto de azúcar no tiene el mismo efecto que la real, por lo que te hace querer cada vez más.

Esto no solo está relacionado con el aumento de peso, sobre todo en el vientre, sino que también provoca antojos. El aspartame es 200 veces más dulce que el azúcar de mesa. Quienes la consumen en abundancia están tan acostumbrados a su sabor superdulce que todo lo demás les parece insípido en comparación.

Leatha Medina, de 46 años, directora de captación de talento en Jewish Family Services de San Diego y fundadora del grupo de Facebook, llevaba décadas intentando dejar el refresco dietético. Su adicción interfería con su vida diaria. “Llegaba tarde al trabajo porque la fila del McDonald’s era demasiado larga”, narró. “Me empezó a fastidiar cómo la Diet Coke estaba rigiendo mi vida”.

Ella también luchó contra fuertes dolores de cabeza cuando dejó de tomarla, junto con un “hilarante malhumor como de síndrome premenstrual”, dijo. También tenía una sed muy intensa que parecía insaciable, pero la ventaja fue que eso la obligó a beber más agua.