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Creando estilos de vida sanos

El testimonio de Ricardo

Ricardo es un hombre de sesenta y tantos años, de hablar calmado y de sonrisa franca, nada en él hace sospechar que perdió los mejores años de su vida entre cárceles y drogas; quien lo ve y lo escucha, podría llegar a pensar que toda su vida ha sido un hombre de bien, como lo es ahora.

Ricardo nació en Texas, hijo de padres mexicanos, fue el cuarto de seis hermanos, “mi padre era muy trabajador, sabía hacer de todo, solo tenía dos defectos: era alcohólico y golpeador”, dice Ricardo con toda la calma del mundo, y aunque nada justifica que una persona se pierda en el vicio, cuando se ha vivido en una familia disfuncional es muy difícil encontrar el camino por sí mismo.

“Me inicié consumiendo alcohol y marihuana, solo por seguirle la corriente a mis amigos, después comenzaron los problemas en la escuela hasta que me salí; mi madre me envió con una hermana que vivía en Tijuana y en vez de mejorar mi conducta empeoró, me seguí metiendo en problemas, hasta que caí a la cárcel juvenil”.

Aunque en aquel entonces Ricardo tenía tan solo 15 o 16 años, él ya se sentía grande y se quería comer el mundo de un bocado. “Deseaba vivir sin reglas y haciendo lo que se me viniera en gana”.

A los 18 años consumía píldoras, alcohol, tabaco y marihuana, “me la pasaba bruto todo el día, robando y asaltando, hasta que me encerraron de nuevo, esta vez en la grande”. Ricardo se refiere a la cárcel de La Mesa, en la ciudad de Tijuana, donde pasó 22 meses, durante este tiempo fue testigo de violaciones y muertes, el encierro no le sirvió de nada, por el contrario, durante su estancia en la penitenciaría adquirió otro vicio: heroína.

Ricardo se frota las manos al tiempo que recuerda aquellos tiempos: “Me prendí de la carga (heroína) en La Mesa, imagínate, un papel de carga costaba cinco dólares en la calle y un dólar en la cárcel, había muchos viciosos que entraban al penal solo para comprar carga y los custodios como si nada, seguro que ellos también recibían su parte, ya sea de droga o de ganancias”.

Al salir del penal tenía 20 años, allá adentro desarrolló otra mentalidad, ahora se sentía con más experiencia y después del encierro quiso cambiar de aires por no decir de celdas.

“Me fui a Los Ángeles, durante esos años terminé unas 15 veces en prisión, daba nombres diferentes y seguía robando; aunque cada vez que terminaba ahí me decía que ya quería cambiar de vida, en cuanto salía volvía a lo mismo, me llenaba de culpas y remordimientos, pero de nada me servían, porque había perdido la voluntad; aunque no lo puedan creer, ya no disfrutaba la droga, me hacía sentir bien un rato, pero al mismo tiempo me reprochaba por haber faltado a mi palabra ante mi familia, ante Dios y ante mí mismo”.

En 1984 a la edad de 30 años cayó de nuevo preso, solo que esta vez a San Quentin, una cárcel de la que salen muy pocos. “Mientras estuve preso en San Quentin, reflexionaba sobre mi vida, quería cambiar, acercarme a Dios, pero no encontraba el camino; el día que salí me fui a Los Ángeles, iba con la firme intención de cambiar mi vida, pero ese mismo día me detuve en una licorería y después de varias cervezas nuevamente volví a inyectarme y empezó ese círculo vicioso de robar y drogarme de nuevo; en aquellos días yo gastaba por lo menos 50 dólares al día y nunca era suficiente”.

Cuando entró en vigor la ley de los tres delitos (’three strike law’) Ricardo sintió miedo, sabía que con esa adicción más temprano que tarde volvería a prisión, esta vez para siempre, así que decidió irse de nuevo a Tijuana, “mi plan era trabajar en San Diego y vivir en Tijuana, pero el dinero no me rendía y nuevamente me volví a prender” (de la droga).

“En aquel tiempo usaba heroína, crystal, pingas, alcohol y tabaco; un día me ganaron las alucinaciones y los delirios de persecución, mi hermana me llevó a la fuerza a un centro de rehabilitación, y como todo adicto que se siente agredido en su derecho a terminar con su vida y hacer desgraciados a los demás, les gritaba de todo, los amenazaba y les decía que al salir me volvería a drogar, quería castigar a mi familia, haciendo un mega berrinche”.

Mientras escuchaba este relato, que parecía más una historia de horror que un testimonio, le pregunté a Ricardo si alguna vez había tenido una relación con una mujer, ya que con tantas entradas y salidas a la cárcel y con una adicción como la heroína, que vuelve a los hombres poco menos que indiferentes ante el sexo, suponía que nunca se había enamorado, sin embargo la respuesta de Ricardo fue franca y directa: “Sí, tuve algunas mujeres, pero todas ellas eran viciosas o prostitutas”.

Durante años Ricardo se culpó de ser un mal ejemplo para su familia: “un sobrino mío murió con la jeringa en el brazo y así lo encontró mi hermana, nunca he podido olvidar eso y siempre pensé que era por mi culpa”.

Hace algunos años, Ricardo tocó fondo, por fin después de 15 días de ‘malilla’ (síndrome de abstinencia) se fue a vivir a un refugio para personas adictas y sin hogar, desde entonces no ha vuelto a probar droga: “Hasta dejé de fumar”, dice Ricardo con una sonrisa en los labios.

“Estoy agradecido con Dios, con las personas del refugio que me han ayudado, con mis maestros –porque estoy asistiendo a la escuela- ahora tengo planes de vivir una vida limpia, no recordaba cómo era andar sobrio, por todo eso doy gracias y dejo mi testimonio para que otros se vean en este espejo y sepan que siempre hay esperanza si se busca a Dios”.

Nos quitamos el sombrero ante este señor que tuvo el valor de enfrentar sus demonios y le deseamos la mejor de las suertes.