Diario de un adicto al 'crack'
Ese parece ya un punto de no retorno en el que el joven educado de Massachusetts, que llevaba trajes de Gucci, cenaba en restaurantes frecuentados por famosos y organizaba cenas para escritores célebres, se ha convertido en un esqueleto de sí mismo. Hasta ese punto, Clegg ha recorrido todos los rincones de la humillación voluntaria más dolorosa. Se ha levantado a desconocidos en plena calle. Ha dejado a su mismo novio solo, en la presentación de una de sus películas en Berlín, por fumar crack y pajearse con un taxista en el parking de un 7-Eleven en Newark. Ha mantenido sexo con un prostituto mientras ese novio, desesperado de dolor, perdido, atormentado, le mira desde una silla en la misma habitación y llora, llora, llora.
Y aun así, el sexo es un trámite más. "Igual que las drogas: era una forma de borrar la ansiedad, la timidez, el insoportable peso de la propia conciencia", nos explica por e-mail Clegg, que apenas se prodiga en entrevistas. "Las drogas solo me hacían querer más drogas, más olvido. Así que cuando me drogaba, bebía más vodka, tenía más sexo, tomaba más drogas".
Como a la mayoría de personas que entran en ese bucle perfecto, a las que la adicción las anula, Clegg temía a las mañanas. Perdido en un laberinto de hoteles en los que se dejó casi 70.000 dólares en crack y 18 kilos de su cuerpo, corría las cortinas y veía las mañanas caer sobre Nueva York. El mundo seguía y él lo veía a un paso de la tumba. "El día llegaba", recuerda. "Esas tareas mundanas —ir al trabajo, llevar a los niños al cole— marcaban un contraste con el sombrío recuerdo de haberme drogado la noche anterior y con la incapacidad de incorporarme a ese mundo".
Su caída fue, de hecho, un pequeño escándalo en el mundillo literario neoyorquino. Clegg había montado una agencia con una socia. Representaban a autores de éxito. Les iba bien. Hacían dinero. Pero, desde antes, Clegg ya le daba al crack.
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