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Creando estilos de vida sanos

Por no poder dormir acudí a los somníferos

El maravilloso mundo de las drogas con receta médica me ha proporcionado grandes momentos, pero ninguna me ha ayudado tanto a la hora de superar mis problemas como lo ha hecho el Zolpidem.

No recuerdo con exactitud cuantos años tenía la primera vez que un doctor de la Seguridad Social me recetó por primera vez una mágica caja Zolpidem —que se vende bajo los nombres de Stilnox, Ambien o Sublinox—, pero fue una de esas drogas que llegan a tu vida para quedarse y, lo que es mejor aún, para hacerlo sólo con beneficios y sin problemas asociados a su uso. Y de hecho, aquí se ha quedado hasta hoy en día.

Conocí siendo bastante joven el mundo de los drogas con receta —aparte de las que se vendían en la calle como la centramina y la dexedrina, las cuales ya conocía desde que que empecé a currar en bares de copas— y no por nada heroico ni llamativo: unos buenos cuernos —merecidos debo añadir— que me puso mi novia de aquella época y que me dejaron jodido, muy jodido. Todo comenzó cuando me di cuenta de que llevaba cuatro días sin salir de la habitación, sin tener hambre y, algo mucho más sintomático, sin ganas ni de masturbarme ni de llamar a mi amante —por eso eran merecidos—.

Fui al médico de cabecera sin ánimo de conseguir sacarle ninguna droga, solo para contarle cómo me encontraba — la verdad es que estaba honestamente preocupado por mi libido, algo así nunca me había pasado hasta entonces—. "Depresión", me dijo. También me dijo que no me preocupase, que era lo normal si me ponían los cuernos, y que aunque parecía el fin del mundo la cosa mejoraría con los días y unas pastillas. Así conseguí mi primer antidepresivo, el famoso Prozac, y mis primeras benzodiacepinas Sedotime. Al cabo de 3 meses, me había olvidado de la depresión, de mi chica —que volvía a ser mi chica pero yo ya volvía a tener otra amante— y de todos los males. De todos, menos del insomnio.

¡Con lo bien que había dormido los primeros días con el Sedotime! La tolerancia lo volvió poco efectivo para la inducción al sueño, pero muy útil para mantenerlo. Así que acudí al médico de nuevo, que me empezaba a caer cada vez más simpático (para mí ha sido el mejor profesional que tuve en la sanidad pública, sin bromear) y le conté que no dormía otra vez. Así que empezamos a probar con toda la lista de benzodiacepinas que hay en el vademecum. Lexatin para ir tanteando, Valium para ver si al relajar la musculatura mejoraba, Tranxilium por si era ansiedad generalizada, y así hasta el durísimo Rohipnol, que no conseguí que me recetase más que un par de veces porque para entonces aterrizó en el mercado el Zolpidem.

El Zolpidem fue la primera de una familia nueva: las drogas-Z (Z-drugs). No son benzodiacepinas en sentido estricto, aunque actúan sobre los mismos receptores, y parecen causar mucha menos adicción siendo estupendas para la inducción al sueño. Sólo para eso, para el inicio del sueño, para arrancar a dormir... por eso hay que tomarlas directamente en la misma cama, y no andar paseándose por casa, yendo al baño o a la cocina.

Al principio fue como descubrir el paraíso. Te tomabas una pastilla metido en la cama y joder ¡te dormías! Ya sé que hay quien dice que dormir con pastillas es muy fácil, pero eso es porque realmente no sabe lo que es el insomnio. ¡Era un milagro que una pastilla funcionase sin ser un cañonazo para elefantes! No dejaba resaca, no provocaba adicción en el sentido estricto (la he tomado durante meses seguidos y si se me ha olvidado llevarla a un viaje nunca me ha provocado síndrome de abstinencia) y funcionaba en menos de 15 minutos. Increíble pastillaca.

n el prospecto —como de costumbre en ansiolíticos e hipnóticos— decía que esas pastillas no se deben usar más de unas semanas y blablablá y que no se puede tomar más que una y blablablá. En mi caso, la verdad es que llevo tomándolas veinte años y cuando lo hago me tomo dos pastillas de 10mgs. He tomado cientos de veces tres pastillas y alguna vez incluso cuatro o cinco. A pesar de que obviamente me he vuelto tolerante, sigue siéndome útil para inducirme el sueño y no me ha causado jamás ningún tipo de problema de ninguna clase. Mi médico lo sabe —ya os he dicho que son con receta— y no es ningún problema.

El Zolpidem conseguía lo que ningún fármaco conseguía conmigo: eliminar el miedo irracional y los mecanismos de ansiedad anticipatoria que desataban mi problema

Además he conocido otros efectos increíbles con esta droga. Algunos de ellos, me dieron la vida en uno de los momentos más críticos de mi vida, cuando sufría de una brutal agorafobia —que no se resolvía mediante la terapia habitual porque tenía una causa orgánica que costó encontrar—. Unos momentos en los que era incapaz de pisar la puerta de la calle y dar unos pasos sin sufrir un ataque de pánico, con un aparatoso cuadro sintomático por el que podía padecer hasta un infarto. Nadie se explicaba cómo un tipo que se había metido en los peores lugares de algunas ciudades africanas a hacer cosas bastante cuestionables en el plano legal, de repente tenía miedo a los días nublados, al ruido de los coches o a los semáforos en rojo que no te dejan pasar.

Esa situación me obligó a reestructurar mi vida para poder terminar mi carrera, seguir con mis relaciones y actividades (sólo tenía problema en la calle y en sitios cerrados como un aula o un cine) y no cronificar una enfermedad que me aseguraban que "ya es para toda la vida". Fueron siete años de "ya es para toda la vida", en los que aproveché para volver a meterme en la informática y aprender a hacer muchas cosas sin salir de casa demasiado. Pero sin embargo, el Zolpidem conseguía lo que ningún fármaco conseguía conmigo: eliminar el miedo irracional y los mecanismos de ansiedad anticipatoria que desataban mi problema.

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No era capaz de bajar la basura a la calle, pero sí era capaz de tomarme mi Zolpidem —tras más de 5 años ya tomándolo cuando todo empezó— coger la bici, salir por la ciudad a montar como un loco y a disfrutar de que, durante una o dos horas, no tenía ningún agobio por estar fuera de casa. Nunca entendí por qué era capaz de lograrlo cuando decenas de otros fármacos no eran capaces ni de arañar la superficie del problema. Era magia, lo descubrí sin querer y nunca supe por qué era así.

Alguien podrá decir que si el Zolpidem me funcionaba ¿por qué no seguía tomándolo todo el tiempo? Yo entendía que era como estar de MDMA: si lo intentabas alargar con más y más, dejaba de funcionar. Así que, cada noche, antes de dormir, durante algún tiempo salí con la bici por la ciudad, "puesto de Zolpidem". Por lo demás, a mí el Zolpidem no me hace efectos demasiado groseros, sino que lo peor que puede pasarme es que la amnesia anterógrada—un efecto secundario bastante inocuo que suele provocar—, me haga difícil recordar qué paso anoche si no me das una pista... pero si me la das, lo recordaré.

Esto ha dado pie a situaciones bastante graciosas. Me he llegado a olvidar de que me había acostado con alguna chica la noche anterior, lo cual la chica en cuestión se tomaba siempre fatal, como si le estuviese restando importancia al asunto o me hubiese importado siquiera, pero en realidad era que no me acordaba de nada. De hecho, me he llegado a quedar dormido en mitad del polvo... Lo que yo no entiendo es cómo ellas no se enteraban hasta el día siguiente, cuando me lo comentaban y yo solo podía mirarla con cara de "no tengo ni idea de qué me hablas".

También he tenido la suerte de descubrir sus virtudes como alterador del pensamiento común, por así decirlo. Recuerdo que una vez, puesto de Zolpidem, escribí un texto sobre cómo esta droga hacia que te parecieran geniales algunas ideas que no lo eran tanto, pero que a la vez no eran descabelladas del todo e incluso podía aportar cosas interesantes a la hora de escribir, como fuente de inspiración. No fui capaz de volver a encontrar el texto porque soy incapaz de recordar donde lo puse —ya sabéis, la amnesia anterógrada—. De hecho este punto merecería un capitulo aparte, es complejo de explicar como puede afectar el Zolpidem a la forma en la que pensamos sin convertirnos a la vez en borrachos o imbéciles.

Gente que él conocía que tomaban Zolpidem y salían a la calle, perdían el control de lo que pasaba y acababan dándose de hostias de mala manera, sin querer y queriendo también

Sin embargo, no todo es oro con el fármaco. Por ejemplo, un buen amigo mío y yonki de pro al que le hablaba de mi uso reiterado del Zolpidem me dijo algo así como que "si me gustaba la violencia". No lo entendí. Nunca he sido violento con ese fármaco y, desde que soy adulto, con ninguno salvo una vez hace veinte años en la que mezcle de manera catastrófica benzos y alcohol. Y cuando le pregunté a qué venía semejante comentario, me dijo que la gente que él conocía que tomaban Zolpidem y salían a la calle, perdían el control de lo que pasaba y acababan dándose de hostias de mala manera, sin querer y queriendo también. La persona que me lo decía es uno de los mayores expertos en el tema de drogas en el país y hablaba de cosas que había visto él bastante truculentas con Zolpidem, tanto que no lo quería probar ni regalado. Me dejó perplejo, era totalmente al revés que lo que yo había experimentado con el mismo fármaco.

Hay otras dos experiencias personales diferentes a la mía que resultan de interés en el caso del Zolpidem. La primera es que cuando el diario El País publicó un reportaje —bastante infundado y totalmente alarmista en mi opinión— sobre una supuesta ola de consumo de Zolpidem y un mercado negro del mismo, a todos los que nos recetaban Zolpidem nos empezaron a llegar peticiones de gente que quería probar la droga: hasta ese día, nadie había dicho nada. A raíz de ese reportaje, un compañero de piso —un chico tranquilo, un informático gallego muy calmado siempre— me pidió Zolpidem y me dijo que varios amigos suyos lo habían probado y que le habían contado cosas increíbles.

Le pregunté cuántas quería. Se comió 5 de golpe.

Al cabo de media hora no hacía más que reírse, pero sólo porque se sentía extraño. Estuvo en ese estado unas horas más y no pasó nada. No volvió a repetir con el Zolpidem como droga lúdica. Aunque a priori el Zolpidem no provoca alucinaciones como decía el reportaje, cualquiera de estos fármacos —hasta el Valium o un fármaco para la tos— puede provocárselas a ciertas personas. Más allá de esto no hay mucho que contar.

La última ha sido la única experiencia que no me esperaba, y menos después de tantos años de consumo. Mi pareja de ese momento, una abogada que estaba preparando oposiciones a jueza que había llegado a Salamanca con una buena beca, me pidió una para dormir. Me las había pedido muchas veces y las conocía. Se la di y nos fuimos a la cama. Me levanté, a mear o a la cocina, no recuerdo bien, pero al volver la desperté (aunque habían pasado un par de minutos simplemente) sin querer. Entonces empezó la locura como si fuera una película de terror: mi pareja, con la que dormía desde hacía más de un año, me miraba como si no me conociera y estaba tan asustada que no podía decir palabra.

Yo pensé que me estaba vacilando, hasta que vi que del miedo se echaba a llorar, aterrorizada.

Le pregunté —cuando me di cuenta de que no era broma lo que pasaba— qué sentía, y sin decir nada, alargó su mano para tocar mi ojo... Un supuesto tercer ojo que me había salido en mitad de la frente. Lo tocó como si tocase el ojo de Dios, y se llevó la mano a la boca sin decir nada y como sonriendo. Yo me acojoné muchísimo y creí que estaba pasando por un brote psicótico. Si en ese momento hubiese empezado a hablar en arameo y la cabeza le hubiese dado vueltas no hubiese sentido tanto miedo.

Cuando fui capaz de hacer que articulase algunas palabras con sentido, me dijo que tenía un ojo en mitad del la frente y cuernos... Más cuernos. No suyos, sino cuernos de monstruo de dibujos animados que me salían alegremente de la cabeza. A veces me miraba y se despollaba de risa, cuando veía que el troll en el que me había convertido no se la iba a comer. Pero otra veces, volvía a tomar consciencia de que estaba alucinando con los ojos abiertos (ella nunca había tomado ninguna droga, ni siquiera cannabis) y se aterrorizaba. También me asusté cuando ya no era yo sólo el que estaba mutando, sino que la habitación se comenzaba a convertir en un lugar lleno de cascadas de color salmón, que al caer contra el suelo se hacían la música más bella que jamás hubiera oído, según decía. ¿Qué podía hacer en ese caso?

Por un lado, yo ya había visto que no parecía un brote esquizoforme y por otro, lo único que podía hacer era darle calmantes pero no me pareció bien, si con un hipnótico estaba en el barril psiquedélico lo mejor no darle nada. Así que ya que era mi novia, estábamos en la cama, no podíamos dormir porque yo estaba pendiente de ella y ella estaba recorriendo Andrómeda sin moverse de mi lado, creí que lo mejor era hacer como solo hacía por las noches: me bajé al pilón como un bendito.

A ella le gusto, sirvió para relajarla y, tras correrse, me cogió de la cabeza y me dijo "más, por favor". Yo pensé que estaríamos los dos mejor si le hacía caso que si seguía sin hacer nada y quedándome a su lado asustado por verla en su estado.

El Zolpidem al final hizo el efecto deseado y ella durmió. Por suerte, a la mañana siguiente recordaba todo, ya que no me hubiera creído de no ser así. La cosa le encantó al parecer, sobre todo cómo acabó dormida entre colorines, músicas celestiales y un troll usado como esclavo sexual. Sin embargo no volvió a tomar nunca más una de esas pastillas aunque se las recetó el médico posteriormente (esas y una prima química llamada Zopiclona). A mí el susto no me lo quitó nadie, y raro es que yo le dé a alguien una pastilla para dormir, aunque me la pidan mucho, desde entonces.

De todas estas historias, el protagonista común es el Zolpidem, una droga que además de ser un gran inductor para dormir, es capaz de obrar milagros como hizo con mi agorafobia, o como los que hace un tiempo pudimos ver en este vídeo de VICE sobre personas con serios daños cerebrales. No existe una explicación clara, pero ahí están Zolpidem con su poca peligrosidad y lo que es capaz de obrar en casos sin otros tratamientos útiles.