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Creando estilos de vida sanos

Testimonios de usuarios de heroĆ­na

Hace algunas semanas conviví con un grupo de usuarios de heroína que está en proceso de desintoxicación en el Centro de Tratamiento de Adicciones, una de las 168 instituciones de rehabilitación que opera en la frontera de Baja California. Con café y tabaco rompimos el hielo y bajo ese estado de ánimo les pedí que me compartieran sus experiencias de consumo y algunos dibujos que las ilustraran. Ángel, el más joven del grupo, se puso de pie y con entusiasmo narró lo que soñó la noche anterior: “Voy manejando un auto-jeringa. Estoy jugando una carrera contra otro auto-jeringa manejado por el demonio. Voy ganando, luego me rebasa y nos emparejamos cuando llego aquí. ¿Saben qué significa mi sueño? Significa que la heroína es el diablo. Yo podía vencerla pero después me rebasó y cuando me interné aquí quedamos igual. ¡Qué loco! ¿No?”
Este es el resultado de una dinámica que concluyó con un principio ético con el que todos estuvieron de acuerdo: un veterano de la heroína jamás ayuda a inyectarse a una persona que lo hace por primera vez. “Sería como entregarle un cuerpo al demonio y eso no está bien porque el cuerpo de uno es el templo de Dios”, sentenciaron.
Comencé en la heroína porque me agüité (me puse triste). Así empezó todo. Estuve juntado 16 años con la que era mi esposa. Tenía dos negocios: de día uno de pollos asados al carbón, y de noche uno de hot dogs. Económicamente me iba bien porque además sé cantar, por lo que me invitaron a participar en un grupo de música versátil. Desde ahí mi esposa comenzó a ponerse muy celosa y posesiva. Decía que si no dejaba el grupo me abandonaría. En una semana todo se fue para abajo: me divorcié y cerré mis negocios. Sentí que no cabía en mi propio espacio. Quería morirme y atenté contra mi vida, soy muy depresivo. Tal vez para llamar su atención me rajé los brazos hasta desangrarme. Gracias a Dios alcanzaron a llevarme al hospital. Cuando me recuperé terminé viviendo con mis papás. Ahí llegaba un primo. Se le miraba cara de estar súper prendido de la heroína. Yo fumaba marihuana de vez en cuando para bajarme el estrés, pero nada más. Una tarde mi primo salió al patio de mi casa y de lejitos me invitó: “¿Quieres fumar?” Era un cigarro color negro de mota con heroína.
Yo odiaba la heroína porque mi mamá fue adicta 26 años. Una batalla. Nunca se pudo aliviar, bueno, duró limpia un año cuando se fue a vivir a Estados Unidos, pero cuando la deportaron por no pagar una multa siguió inyectándose. Por eso cuando mi primo me ofreció no acepté de inmediato, hasta que recordé que estaba sin dinero y sin trabajo. Agarré el cigarro y le di una fumada grande, sentí escalofrío y vomité. “Fúmale más, vas a sentirte muy chingón, no te quedes a medias, por eso te sentiste mal, fúmale más”, pinche primo, era el diablo y tenía razón con la fumada. Desde ahí empecé meterme. Tenía 31 años, ahora tengo 38. Mi mamá murió hace 12 meses y mi primo hace ocho.
Uno de los sueños que tengo es que me entra el gusano de ir por una dosis. Hablo por teléfono celular y camino hasta un lote baldío pero no llega el dealer. Me desespero hasta que veo que se acerca y me entrega dos bolsitas que me ponen muy contento. Las tengo en mis manos, puedo palparlas, sonrío, desaparecen y se nubla el cielo. Otra cosa similar que me ha pasado es que estoy cuqueando (degradación lingüística de cook: cocinar) heroína en la base de un bote de aluminio y el humo que se desprende forma un dragón que se vuelve mariposas brillantes. En inglés le dicen chasing the dragon (persiguiendo al dragón). La heroína es la mejor sensación que he sentido. Es como 50 veces más [placentero] que un orgasmo, pero también es la peor de la drogas. Por ella dejas todo. Le dicen “el beso de la muerte”.
La vida de nosotros [los consumidores] está distorsionada. Consiste en levantarte de la cama por la mañana para ir a talonear (pedir dinero) y conseguir una cura, una dosis. Te la metes y pasan los días y no te bañas, ni te rasuras, te ves cadavérico y dejas de voltear a ver a las mujeres. No te bañas porque el agua helada te quita el efecto, el viaje, por eso no nos bañamos, es un desperdicio. A veces se me olvida lavar la jeringa y mi propia sangre que se quedó pegada me hace daño. Lo mismo cuando se cuelan fibras de la cobija o algodón de un trozo de calcetín que utilizo como filtro para inyectarme. Pero lo más loco son los ácaros que se cuelan en la cuchara en donde estoy cuqueando: jalo el líquido para mezclarlo con mi sangre y se van de colados cuando reporto (inyecto) a la vena, puedo sentirlos bailar adentro de las venas.
Para comprar mi dosis vendo en un tianguis artículos electrónicos usados que una hermana me compra al otro lado (en la frontera de Estados Unidos). Nunca he batallado para conseguirla, batallo más con los tecatos (manera peyorativa de referirse a los heroinómanos que deambulan en la calle) de la colonia que siempre me quieren robar mis cosas. No la hago de a pedo pero tengo preparada una pistola. En cuanto crucen mi cerca les dispararé.
“La heroína te vuelve Dios y hace que tú mismo te veneres”: Carlos El ondeado, 38 años

Agarré la heroína adentro de la cárcel. Mi barra (pretexto) está muy pendeja pero es cierta. Soy de clima de desierto y estoy acostumbrado al calor. En El Hongo (prisión de máxima seguridad ubicada en Tecate, Baja California) hace mucho frío porque está en las montañas y cae nieve y te parte la cara y los labios. Yo era el encargado de la cocina que le da comer a más de cuatro mil presos. Un día mi amigo Panchito se estaba inyectando frente a mí ahí en la cocina. “¿Quieres carnal?”, me preguntó. Las muelas me tronaban por el frío y quería algo porque me dolían. Le respondí: “Pues a ver, déjame ver el cuete (jeringa)”. Se estaba inyectando con una válvula para inflar pelotas y una pluma, “jeringa pintera” (carcelaria), le decimos. La válvula se afila en el cemento para hacerle un corte diamante. La venas son como ligas: se estiran, se abren y se cierran.

Como no me gustó el cuete del Panchito me di por la nariz. Por eso en la pinta (cárcel) siempre traía una cucharita de metal en la oreja. Ponía el pegoste de chiva en la cuchara y con agua hacía un caldito café, lo inhalaba. El pedo es que me lloraban mucho los ojos y mejor comencé a fletarme (inyectarme). Era fácil conseguirla porque los comandantes me la daban para repartirla entre los internos. Todos los miércoles agarraba 32 paquetes de 24 gramos cada uno, una parte de cristal (metanfetamina) y otra de heroína. Aunque esté restringida [la droga en la cárcel] nadie puede aguantar la malilla (abstinencia). Tengo 11 años consumiéndola, de esos, 10 estuve encerrado y salí hace uno. Me hice adicto en la cárcel porque ahí está la mera mata, no importa que haya rejas, para todo hay maña. Ya sea en la calle o en una torcida (detención), uno hace que salte la liebre.