El exótico mundo de quienes viven con una ‘flecha’
Álvaro Anguita miraba constantemente su smart-phone para hablar en más de diez grupos de WhatsApp, compartir fotos y enviar audios de los conciertos a los que iba. Tiene 29 años, es técnico cinematográfico y, como la mayoría de los usuarios de celulares, se despertaba y se dormía mirando su pantalla.
“Si tenía que tomar un bus, buscaba en una aplicación cuánto le faltaba para llegar –cuenta–. Tenía que salir con un cargador, porque se descargaba muy rápido por el uso. En él escuchaba música en la aplicación de Spotify y utilizaba WhatsApp para todo. Para los proyectos cinematográficos tenía un grupo con los de dirección, otro con la producción y uno para los de foto. Era agotador”.
Pew Research Center, un centro de pensamiento en Washington D. C., estableció que los estadounidenses de entre 18 y 24 años envían 110 mensajes diarios con sus celulares. Y una investigación patrocinada por Nokia concluyó que de las 16 horas que una persona está despierta, en promedio revisará su celular cada seis minutos.
Para no estar pendiente de su celular, Anguita trataba de guardarlo cuando estaba con otra persona. Pero si percibía un ruido o una vibración, no podía evitar mirarlo. La relación con su smartphone tuvo un quiebre en enero, después de un accidente: se le cayó y la pantalla se rompió. Intentó seguir usándolo, pero dejó de funcionar.
Sebastián Sösemann tiene 31 años, trabaja en ventas de ropa y hace cuatro meses decidió dejar su smartphone, porque no soportó lo invasivo que resultó WhatsApp. Quiso dejarlo cuando se dio cuenta de que no podía parar de revisar su teléfono.
“Me sentía medio esclavo de él. Recibía constantemente mensajes de mi trabajo que perfectamente podía recibir al día siguiente. El teléfono se estaba metiendo en mi vida personal y decidí volver a uno tradicional”, dice.
Así que se compró un celular sin conexión a internet, pero con una batería que dura 30 días. Y comenzó a leer sus correos solo cuando tenía un computador al frente.
Hasta aprendió a pedir un servicio de Uber sin usar el móvil. Se sentía descansado y se dio cuenta de que el mundo no se acababa si no estaba todo el día conectado.
“Me humanicé más porque tenía que juntar valor para llamar a alguien. Escribir un mensaje, lo que todos hacen para comunicarse, no requiere nada –destaca–. Ahora tenía que escuchar el tono de voz, la intención del otro. Todo lo que había perdido usando WhatsApp”.
Pero pronto sintió que se estaba aislando: ya no tenía notificaciones sobre los cumpleaños de sus amigos, no podía ver las fotos de sus familiares y los fines de semana no recibía mensajes de nadie invitándolo a salir. “No te enteras de las cosas que hace o dice el resto, porque la gente da por sentado que si manda algo por WhatsApp uno lo leerá –lamenta–. La gente tenía que llamarme para avisarme de las cosas y mi jefe tenía que repetirme lo que había dicho por la aplicación”. Por la presión social, volvió a tener smartphone.
Más extremo es Gonzalo Rojas, columnista y profesor de Derecho, quien nunca ha tenido uno. “A los 64 años vivo libre y feliz. Cuando alguien necesita ubicarme, tiene dos posibilidades: me llama a un fijo, en el que hablo una vez cada 20 días, o me manda un correo, de los cuales recibo entre 250 y 300 diarios”, explica sentado en su oficina.
Según el académico, en el celular hay dos dimensiones, la lúdica y la dramática. “La gente tiene poco espacio para jugar y lo logra en sus teléfonos. Y, por otro lado, cree que está haciendo cosas muy importantes en el celular, que cuando tuitea va a cambiar el mundo –argumenta–. Y yo no vivo ni el mundo lúdico ni el dramático, vivo normal, gozo con el fútbol, me tomo en serio la política, pero no tengo por qué saber qué es lo último que ha tuiteado el analista de moda”.