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Creando estilos de vida sanos

Comedores compulsivos anónimos: “Mi adicción a la comida me estaba matando”

“Hola, soy Cristina y soy comedora compulsiva”. Cristina no se llama Cristina. De hecho, cada vez que interviene ante personas con su mismo trastorno, utiliza un nombre diferente. La razón es que detrás del anonimato se esconde una adicción que domina las vidas de todos ellos: la obsesión por la comida.

“Siempre he sido comedor compulsivo, pero no me di cuenta hasta que estuve tres semanas encerrado en casa, yendo de la cama a la nevera a atiborrarme: me estaba matando”, confiesa Hugo, el único hombre del grupo que se dio cita esta semana en Madrid. Este informático cercano a la cuarentena lleva más de diez años acudiendo a los encuentros de Comedores Compulsivos Anónimos, después del momento detonador de una conducta autodestructiva que llevaba desde la infancia acompañándole: “De pequeño robaba la merienda a mis compañeros en el recreo. De mayor me comía los táper de mis colegas del trabajo”.

Esta patología, relacionada con la bulimia -aunque no lleva necesariamente implícito una respuesta purgativa tras la ingesta-, es tan común como desconocida y se caracteriza por una irrefrenable e incontrolable pulsión por comer, a menudo como respuesta a un problema personal. “Suele producirse para llenar una sensación de vacío asociada a otras patologías: estados de ánimo bajo, ansiedad, baja autoestima, soledad o escasas habilidades sociales…”, explica Francesca Román, experta en trastornos alimentarios de Centrum Psicólogos.

“No sé enfrentarme a las cosas, no acepto la frustración y la comida es mi refugio ante emociones y sentimientos que no sé controlar”, añade Verónica, una psicóloga de 39 años y madre de tres hijos que desde la adolescencia lucha contra esta enfermedad, a pesar de que reconoce que “odia la gordura”. Por eso, sus épocas de atracones se alternan con otras de dietas extremas, o anorexia, un comportamiento muy común entre los comedores.

Son cerca de 15 personas, todas sentadas rodeando una mesa de madera decorada solamente con folletos y libros de ayuda para su trastorno. Algunas llevan años acudiendo, para otras es su primer día. En algunas se aprecia el sobrepeso, en otras nada lleva a sospechar de su enfermedad. Sólo en Madrid existen cerca de diez grupos que se reúnen semanalmente en distintos lugares de la capital.

En estos encuentros no se dan consejos ni se pueden mencionar alimentos para no caer en tentaciones. Sirven para desahogarse y sentir que no están solos ante una enfermedad que cada uno vive y manifiesta de manera diferente, aunque con un patrón común: esconderse durante sus comilonas. “Cuando llegué aquí descubrí que había más personas como yo, que se encerraban en casa, bajaban las persianas, desconectaban el teléfono y se ponían a comer”, confiesa Rosa, otra comedora anónima durante la reunión. “En mi caso solía hacerlo en el coche. Iba conduciendo, veía una gasolinera y llenaba el asiento del copiloto de comida”, cuenta Hugo, que sentía 'el tirón', sobre todo al salir de una jornada estresante de trabajo.

En esos momentos de satisfacer sus impulsos se produce una pequeña 'disociación' con la parte racional que lleva a la ingesta descontrolada y a una sensación de “no poder parar”, según explica la psicóloga Román: “La razón se queda como en estado de suspenso”. “Cuando algo me molestaba, me descubría a mí misma yendo a la nevera a buscar comida. No me daba cuenta, no era yo”, reconoce Cristina. “En ese momento no me puedes parar, hago lo que sea por comer: miento, engaño, robo… No lo puedo controlar”, añade Verónica.

Después del ataque y del efímero momento de placer, les invade una sensación de culpabilidad que genera un círculo vicioso. “Cuando son conscientes de lo que han hecho, se sienten mal y vuelven a comer. Se perpetúa”, explica Román. La comida como causa y consecuencia. 

Para un comedor compulsivo la tentación que lleva a la próxima comilona se encuentra en cada esquina: en cada letrero de un restaurante de comida rápida, en cada rincón donde hay una máquina expendedora o en situaciones tan cotidianas como ir al supermercado. Además, todos los días deben encontrarse cara a cara al menos en tres ocasiones con su propia fuerza de voluntad. “Un alcohólico puede no volver a probar el alcohol, pero nosotros tenemos que seguir comiendo”, reconoce Verónica.

Cada persona que sufre esta enfermedad suele tener sus “alimentos llave”, aquellos productos con los que no son capaces de controlar las ganas de comer. En el caso de Hugo son los frutos secos y los productos muy energéticos, en el de Cristina la pizza y en el de Verónica los dulces. Para la psicóloga Román existe un patrón común en todos ellos: “Suele tratarse de carbohidratos, que son fáciles de consumir y llenan rápido. Además liberan opiácidos cerebrales que tienen un efecto calmante”. Sin embargo, reconocen que si no tienen estos alimentos a mano, en un ataque pueden comer lo que sea. "Si sólo hay una lata de guisantes, me la como también", reconoce Verónica.

El signo más visible del trastorno del Comedor Compulsivo suele ser el aumento de peso, pero no es la única complicación que acarrea la obsesión por comer. Algunos desarrollan problemas de salud como diabetes, hipertensión o intolerancia a algunos alimentos a los que eran adictos. Otros, además, han roto con sus parejas o han tenido problemas familiares. Además, el gasto en productos alimenticios y en remedios o especialistas para perder peso les han afectado también al bolsillo.

“Vaciaba el armario de la cocina hasta cuatro veces al día y lo reponía para que mi marido no se diera cuenta, cambiando de supermercado para que nadie viese que compraba tantas veces lo mismo”, se sincera Teresa, otra comedora anónima que empezó a pensar que tenía un problema cuando vio que no podía ducharse sola ni coger a su hija pequeña en brazos. “Además, me gasté tanto dinero en endocrinos que podría haber pagado mi hipoteca”, añade. “Perdí a mi novio porque anulaba las citas con él para poder comer”, se lamenta Rosa, que sufría desmayos por la calle después de darse comilonas en restaurantes de comida rápida. "Me podría haber pasado cualquier cosa".

Para evitar caer en la tentación y desintoxicarse de su droga alimenticia, al entrar en Comedores Compulsivos inician un programa personal de doce pasos en el que van trabajando las distintas fases de su enfermedad, inspirados en Alcohólicos Anónimos. El primero, necesario para formar parte del grupo, es reconocer el problema. Durante todo el proceso cuentan además con un padrino o madrina que les guía y acude en su ayuda si la atracción se hace insoportable. Además, realizan un plan de comidas donde planifican qué van a comer para evitar pensar continuamente en esta actividad.

Hasta la fecha la patología de Comedor Compulsivo no ha sido reconocida como tal en los manuales psiquiátricos como sí lo son la bulimia o la anorexia. Por eso, otro problema al que se encuentran es la aceptación por parte de su entorno y de la sociedad en general: “Hay una visión de que somos caprichosos, que podríamos dejar de comer si queremos”, explica una de las asistentes más veteranas.

Junto a ella asiente Marta, una chica joven de constitución delgada pero sin llamar la atención por ello, precisamente el motivo por el que no la tomaban en serio. “El médico no me hacía caso porque no estaba muy delgada ni muy gorda y cuando lo contaba en casa me decían: 'pues no comas más y ya está', pero no es tan fácil”, reconoce.

“Como es muy desconocido piensas que es algo que sólo te pasa a ti, así que te escondes. Por eso también el primer paso aquí es reconocerlo”, añade Hugo. Él lleva cuatro años “abstinente”: sin darse ningún atracón. Ha vuelto a comer alimentos que antes no podía ni mirar y ayuda a otros a recorrer un camino pedregoso que cada vez es más llano en su horizonte: “Antes era un yonqui y la comida era mi caballo. Ahora es gasolina que tengo que echarle al coche y ya está”.