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Creando estilos de vida sanos

Testimonio de un ex-adicto a los videojuegos

Hijo de madre contadora y padre taxista, J. C. R. nació en abril de 1989. Dio sus primeros pasos en los videojuegos compartiendo el Family con sus amigos del barrio: Mario Bros, carreras de autos, luchas libres. A los 7, con su primera computadora, arrancó con los juegos en equipo. Cuando pasó al secundario, encontró su segundo hogar: un cyber a pocas cuadras de su casa.

“Iba todos los días. Ahí conocí a mis mejores amigos –cuenta el joven de 29 años–. A veces, mis compañeros de curso me arrastraban a fiestas. Pero yo prefería quedarme con los chicos en el cyber”.

Después de repetir quinto año, terminó el secundario a los 18 en un colegio privado. Como le quedaron dos materias previas, no pudo inscribirse en una carrera universitaria. Trabajó en un estudio jurídico y, a partir de las 7 de la tarde, ya no tenía nada que hacer.

El tiempo libre, jugó en su contra. Se compró su primera compu gamer y entró al World of Warcraft, un juego de progresión que consistía en vencer obstáculos en distintas expansiones (o escenarios). Se identificaba como “Jaeger” –conservaba sus rasgos: morocho y piel morena– y formaba parte de un equipo de 25 integrantes del mundo, comandado por un líder estadounidense.

De lunes a viernes, dormía tres horas: se levantaba a las 6 y trabajaba hasta las 19. Se conectaba de 20 a 3 de la mañana. Los sábados jugaba hasta las 5 y los domingos descansaba. Su adicción detonó cuando, un año más tarde, se anotó en Derecho a distancia en una universidad privada.

“Mis padres me sugirieron que estudiara Abogacía, pero yo quería ser ingeniero en Sistemas. No supe decir que no. Tomaba como orden cualquier opinión de ellos. Mi ansiedad era constante. No sabía qué iba a ser de mi futuro, qué iba a pasar conmigo después de todo esto”.

En el fondo, a “Jaeger” le daban miedo las emociones fuertes. “La felicidad me costaba mucho. Cuando alguien me demostraba afecto, me sentía extraño, un alienígena. Me ponía mal porque no podía explicar con la razón esos sentimientos. Como a quien le tapan los ojos y tiene que descubrir objetos. Yo necesitaba ver y analizarlo todo”.

Carlos fingía estudiar. Aprobaba lo justo para inscribirse al año siguiente y mentía a sus padres, quienes le pagaban la carrera a distancia.

Pero en el juego de roles se sentía exitoso. Fue el primer hechicero en descubrir un báculo, una especie de palo milagroso, y consiguió una montura para cabalgar después de acechar a un jinete durante 15 horas. Su equipo fue el primero en América latina en vencer al malvado líder de esa expansión. “Lo importante era siempre ser el primero”, reconoce.

Después de cinco años de mentiras, su disfraz de alumno ejemplar comenzaba a quedarle chico. Sus padres presionaban para que se recibiera, pero él sólo había aprobado las materias de primero.

El 22 de julio de 2014 prometió que se recibiría. Cuando llegó el día, “Jaeger” estaba muy lejos de casa. “Escapar era mi fuerte. Me saqué un pasaje a Nueva York y me fui con una mochila y lo puesto: un traje de saco y corbata”. A las dos semanas, llamó a sus padres para avisar que estaba bien.

Recepcionista y encargado de un hostel, ayudante de mozo y mozo. Así se ganó la vida en el extranjero. Pero su ansiedad por el futuro crecía y no le quedó otra que regresar, al año, con la guardia baja y sin rumbo fijo.

Por sugerencia de su madre, comenzó una terapia grupal con otros adictos. Durante un año y medio, desenmarañó el ovillo de sus problemas hasta llegar a los orígenes de sus inconvenientes.

“No puedo culpar a mis padres por todo, porque en mi adicción influyeron muchas cosas. Y, además, ellos también tenían sus problemas. Mi objetivo ahora es que mis hijos no cometan los mismos errores, crezcan sanos y puedan elegir lo que ellos quieran ser”, afirma.

Con nuevas herramientas y vías de escape más saludables, este joven arranca ahora un nuevo capítulo de su historia. Esta vez, en un escenario real, y con atributos tangibles para vencer sus barreras.