Adicta a las compras
Su adicción comenzó durante su etapa universitaria y se desató cuando su padre le dio una extensión de su tarjeta de crédito para que pudiera manejar con cierta independencia los gastos de sus estudios. Su papá se refería a libros, apuntes, materiales y fotocopias. Verónica entendió otra cosa. O mejor dicho: fue incapaz de sospechar en qué derivaría esa relación entre ella y la tarjeta.
En la adolescencia, Verónica había estado rodeada de amigos varones, y podía pasar hasta tres semanas vestida invariablemente con el mismo conjunto de jean y buzo. Pero esto se modificó cuando entró en la universidad y vio a sus compañeras preocupadas por mostrarse “arregladas”, bien vestidas. Para no desentonar, ella empezó a comprarse cada vez más ropa. “A mí siempre me gustó la ropa, los zapatos, las zapatillas, las carteras. Pero una cosa es que eso te guste y otra que te atraiga como un imán", reconoce.
Al principio no parecía más que una “temporada en la que me gratificaba dándome algunos gustos”. Con la tarjeta, el padre determinó una mensualidad para sus gastos, pero ella se las ingeniaba inventando gastos extras -libros y más fotocopias inexistentes- para justificar los excedentes a ese límite.
La temporada no tenía fin y la tendencia se agudizaba. Más adelante encontró un paliativo para afrontar los gastos de su tarjeta con el dinero que obtenía asistiendo a algún odontólogo en su consultorio. “Eran pequeños trabajitos independientes. Rascaba plata de donde podía, mi mamá también me ayudaba y de una forma u otra iba pagando la tarjeta”.
Verónica no se olvida de lo que le dijo su padre el día que se recibió: “Siempre supe, nena, que no tenías que comprar tantas cosas para la facultad”.
Cada vez compraba más cosas y, al mismo tiempo, le empezaba a desarrollar una segunda adicción, otra forma de voracidad consumista: la comida. “No me daba cuenta. Después, en terapia, entendí que mi compra compulsiva y mi adicción a la comida iban de la mano. Compraba y comía para tapar el agujero, el bache que había en mí como persona”, recuerda.
Los pagos de la tarjeta se iban acumulando, la plata que le entraba por su trabajo era en gran parte destinada a pagar el resumen mensual, y ella estaba cada vez más angustiada y no podía parar. “Cuando uno se vuelve irracional no se da cuenta. Una vez que tenía la bolsa con lo que terminaba de comprar salía del negocio como para irme, pero los pasos me llevaban hacia otra vidriera, tenía que seguir”, cuenta.
El testimonio de esos días de consumismo maníaco lo dan las cosas que Verónica adquirió y jamás llegó a estrenar. Muchas están guardadas en sus envases originales, con las etiquetas puestas.
La conducta compulsiva recrudeció cuando empezó a tener más trabajo y a ganar más dinero. Más ganaba, más gastaba. Para colmo, sin que lo hubiera solicitado, un día recibió una nueva tarjeta de crédito de otro banco. “Pensé que me la mandaba Dios. Llamé para activarla y chau: fui al shopping. En tres días llegué al tope de lo que me permitían gastar”, dice.
Verónica perdió completamente el control. Jamás pagaba en efectivo, sólo con sus tarjetas, y como cada vez le extendían el límite, seguía. Pero la burbuja algún día iba a reventar. Un día se dio cuenta de que no podría pagar el resumen mensual. Solo el mínimo. O sea: sobrevivir. “Todo esto pasó hace unos seis años. Y se me empezó a hacer una pelota. En vez de decir, ‘dejo de gastar y paro’, no: seguí gastando. Era algo muy infantil, y me angustiaba horrores, pero no sabía cómo salir”, recuerda.
El resumen de Verónica había llegado a los 17.000 pesos. El pago mínimo era de 6.000. “Esto, sumado al tratamiento me hizo un click en la cabeza. Dije basta, y ahí paré”.
El año pasado, finalmente Verónica canceló la deuda acumulada en la tarjeta; ahora sólo le llegan unos mil pesos por mes y se asume recuperada de su adicción a las compras. “Antes no podía tener un proyecto serio de familia. Todo eso estaba inhabilitado. Creí que nunca podría salir”, asume.
La batalla contra su adicción a las comidas continúa, pero su pasión por las compras va quedando en el pasado. “Me doy cuenta de que soy la sobreviviente de una guerra íntima, personal, de la que pude no haber vuelto. Antes, pasar frente a una vidriera era un vértigo terrible. Ya no. Ahora no me llama tanto la atención. Mi autoestima mejoró, siento que puedo intentar el proyecto que me proponga, que voy a tener capacidad de ahorro, que me voy a poder ir de vacaciones. Ahora puedo planificar. Con Mariano ya nos planteamos tener un hijo. Eso, antes, no lo podíamos pensar”.