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Creando estilos de vida sanos

Cómo me hice adicto al ‘spice’, la marihuana sintetica

Conocí el spice en Nueva Zelanda en 2007. La primera mezcla que probé, un sustituto sintético de cannabis rociado sobre algunas hojas muertas, me dijeron que se parecía a una especie de Swazi skunk leve. En ese entonces trataba de evitar la mariguana —la había fumado durante más de diez años y había llegado al punto en que un toque me dejaba más muerto e ido que risueño y high—, pero la idea de pachequearme en el húmedo calor de los Antípodas era demasiado buena para resistirse. Además, técnicamente no era mota.

De inmediato me hice adicto y empecé a gastar mucho dinero en ella. Terminé regresando a Londres antes de lo anticipado y pude encontrar un proveedor local. Podía comprarla en una tienda de hookahs y era exactamente lo mismo que me metía en Nueva Zelanda. Luego se puso mejor: la Gold, la Silver, la Arctic, todas me ponían más cada vez.

El problema de todos los buenos stoners es encontrar un dealer que pueda darle cannabis de calidad. El spice es consistente. Es un toque garantizado. Un entusiasta de la mota se mete diferentes tipos de cannabis, algunos más fuertes que otros, algunos con efectos diferentes. Para mí el spice tiene un solo efecto garantizado: te pone pacheco, pasivo, con peso muerto y embobado. Es un analgésico que te aleja del mundo y al mundo de ti. Otros dicen que puede llevarte al hospital, pues algunos terminan dañando a otros o a sí mismos.

Hace poco empezó a florecer el mercado legal de drogas en Reino Unido. Emergió una infinita cantidad de nuevos cannabioides sintéticos, todos con diferentes nombres, pero vendidos en las mismas bolsas empacadas al vacío. Terminaron sacando una cosa etiquetada como Black Mamba que rápidamente se volvió mi favorita. Una tarde de aquellos días me dieron un churro hecho de un cannabis super fuerte, de esos que te dan amnesia al instante. Inhalé y no sentí nada. Seguramente me fumé unos 15 gramos, intentando pachequearme en vano.

Después de eso terminé dejando el cannabis. Sabía cómo me hacía sentir la Black Mamba; la preferí sobre todas las cosas. Decidí continuar con el hábito hasta el punto en que fácilmente podía fumarme tres gramos de Black Mamba al día. De hecho, eso fue lo que hice durante tres años.

En realidad nunca me molestó no saber exactamente qué químicos me estaba fumando. Cada noche aniquilaba a mi cuerpo sólo para a la mañana siguiente hacer cola en la tienda para comprar otra bolsa de tres gramos. Un adicto sin remedio y sin siquiera saberlo.

Sin embargo, ahora ya lo dejé; corté lazos con ella. En las semanas posteriores me sentía muy saludable. Comía bien y sentía que llevaba una vida normal.

Pero hace poco cambió todo. Una enfermedad. Con doctores. Análisis de sangre. De heces. Lo único que encuentran es un conteo excesivo de glóbulos blancos que supuestamente se debe a algunos cannabioides y a los altos niveles de estrés. Aún no hay evidencia como tal, pero tendría sentido que todos esos años de ingerir una mezcla de químicos desconocidos haya tenido algún efecto adverso en mi cuerpo.

Lo que me inquieta más son los desconocidos efectos a largo plazo de lo que decidí inhalar. Investigaba un poco, no encontraba nada de qué preocuparse, me hacía otro churro y seguía sin que me importara: en retrospectiva, fue una extraña y peligrosa actitud.

Lo único que puedo hacer ahora es esperar los resultados de los análisis, encontrar alguna nueva forma de llenar esas horas muertas y tratar de superar la única pregunta que ha estado en mi mente desde que entendí lo desconocido de los efectos a largo plazo de las drogas: ¿Qué chingados hice? El spice, la Black Mamba, o como esté etiquetado ese cannabis sintético, es un veneno. Mi cuerpo y mente han tenido tiempo para respirar y sanar, pero es difícil escapar de la visión de mundo que te da la Black Mamba. En ese entonces las horas que dormía eran horas en las que no estaba fumando; era una patética forma de vivir