Diario de un adicto al 'crack'
Quería morir. Su camello, Happy, le había traído 2.000 dólares en crack, 40 bolsas. Tenía 10 pipas cargadas de droga. Le añadiría pastillas para dormir y lo regaría con litros de vodka. Sabía que iba a morir.
Así transcurrieron dos meses exactos de colocón. Fue en 2005. Un angustioso descenso personal a la sordidez más perfecta. De representar a autores de éxito en Manhattan y llevar una vida aparentemente idílica con sunovio, director de cine, en un fabuloso apartamento de Manhattan, Clegg pasaba a recorrer las calles desesperado y sin rumbo, vestido con ropa andrajosa, buscando baños públicos en los que poder darle una nueva calada a la pipa.
Así lo cuenta, con precisión de cirujano, sin dramatismos ni giros ampulosos, en Portrait of an addict as a young man (editada en EE UU por Little, Brown & Co. y pendiente de vender los derechos en España), una novela en la que el antihéroe se contempla en un espejo y no se reconoce. Como cuando, en su orgía de crack, después de que le hayan prohibido la entrada a diversos hoteles, recala en un restaurante chino y entra al baño a fumar. Ve su torso en el espejo: "Me siento, por primera vez, más allá del deseo sexual, como si hubiera entrado en otro estadio del colocón, en el que el sexo ya no importa. Y me siento aliviado: ese cuerpo que veo no es el cuerpo que me gustaría que la gente viera".
Ese parece ya un punto de no retorno en el que el joven educado de Massachusetts, que llevaba trajes de Gucci, cenaba en restaurantes frecuentados por famosos y organizaba cenas para escritores célebres, se ha convertido en un esqueleto de sí mismo. Hasta ese punto, Clegg ha recorrido todos los rincones de la humillación voluntaria más dolorosa. Se ha levantado a desconocidos en plena calle. Ha dejado a su mismo novio solo, en la presentación de una de sus películas en Berlín, por fumar crack y pajearse con un taxista en el parking de un 7-Eleven en Newark. Ha mantenido sexo con un prostituto mientras ese novio, desesperado de dolor, perdido, atormentado, le mira desde una silla en la misma habitación y llora, llora, llora.
Y aun así, el sexo es un trámite más. "Igual que las drogas: era una forma de borrar la ansiedad, la timidez, el insoportable peso de la propia conciencia", nos explica por e-mail Clegg, que apenas se prodiga en entrevistas. "Las drogas solo me hacían querer más drogas, más olvido. Así que cuando me drogaba, bebía más vodka, tenía más sexo, tomaba más drogas".
Como a la mayoría de personas que entran en ese bucle perfecto, a las que la adicción las anula, Clegg temía a las mañanas. Perdido en un laberinto de hoteles en los que se dejó casi 70.000 dólares en crack y 18 kilos de su cuerpo, corría las cortinas y veía las mañanas caer sobre Nueva York. El mundo seguía y él lo veía a un paso de la tumba.
Fuente: https://elpais.com/diario/2010/06/18/tentaciones/1276885378_850215.html