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Creando estilos de vida sanos

“Creí que siempre iba a drogarme”

A los 16 años, lo que para Micaela Castro era un acto de rebeldía constituyó su ingreso al mundo de las drogas. Era julio de 1998, sus padres se habían separado. Cambió de colegio y dejó de ser la alumna aplicada, introvertida y de buena conducta que había sido hasta entonces

“Yo soy una chica estructurada, no me gustan los cambios. Creo que acceder al mundo de las drogas no tiene que ver con 'las juntas'; yo las elegí. Cuando me cambié de colegio me hice de un grupo de chicos que consumían. A mí nadie vino y me dijo 'venite'. Yo quería drogarme para salir de esa imagen de santita, sentía que me iba a dar más fuerza y confianza en mí. Quería acercarme a eso de la rebeldía, dar un giro para separarme de la Micaela que era en el otro colegio”, recuerda.

Así fue que, a mediados de su tercer año de secundaria comenzó el sinuoso camino de la adicción. Al principio empezó consumiendo marihuana junto con sus compañeros de colegio en reuniones sociales y, a los seis meses, comenzó con la cocaína. “Me acuerdo que mi hermana en ese momento estaba saliendo con un chico que consumía cocaína. Le pedí y me dió. Estaba en mi casa, era de mañana, mi mamá no estaba. Estábamos con mi hermana, el novio y yo. Le pedí, me fui al cuarto y consumí sola. Me parecía muy careta quedarme solo con la marihuana”, comenta.

A partir de ahí, comenzó a consumir diversas drogas y fármacos. “Al principio no compraba, era por amigos, después empecé a averiguar cómo conseguir. Había un dealer que paraba cerca de mi casa. La primera vez que fui a comprar me habían dicho 'ahí en el pool venden' -ya no está más ese pool, siempre que paso me acuerdo-. Fui con un amigo, encaré yo porque a él le daba vergüenza, tendría 17 años. Estaba nerviosa, me temblaba la voz, creo que compré marihuana, y ahí me quedó el contacto y seguí yendo. Iba con mis perros, después le pregunté si tenía pichi (cocaína). También consumía pastillas mezcladas con alcohol. Yo no tomo alcohol, solo lo hacía para tomar las pastillas. Teníamos recetas y un sello médico que se había conseguido y las comprábamos en la farmacia”, explica.

De sus últimos años de secundaria recuerda haber consumido incluso en el baño del colegio. “Cocaína y ácido, lo que no se notaba. Pero para mí en ese momento no era algo loco consumir en el colegio, porque drogarme era mi modo de vida”, recuerda Micaela.

“Cuando terminé el colegio, como no hacía nada, me drogaba todo el día en mi casa. Pero lo que consumía dependía de que lo pudiera manejar con mi vieja cuando llegaba a la noche de trabajar. Por lo general era marihuana, cocaína y ácido los fines de semana. El tema es que yo en esa época no tenía plata, dependía de lo que me dieran mis viejos. Eso también limitaba el consumo. Lo que más consumía era marihuana porque era lo más barato. Muchas veces mi mamá me encontró droga. Yo le decía 'es solo marihuana'. Mi mamá no podía poner límites, estaba divorciada, mi papá era grande (tenía más de 70 años) y no podía contar demasiado con él”, continúa Micaela.

Para ese entonces, la droga ya se había incorporado definitivamente en su vida. “En ese momento yo me imaginaba que toda mi vida iba a seguir drogándome, que iba a tener hijos y me iba a seguir drogando. Te empezás a proyectar, eso es la adicción. Además, yo no recordaba otra forma de vida, por eso es que pensaba que toda mi vida iba a seguir así”, lanza.

Hoy, cuando mira atrás, piensa “¿esa era yo?”. “Yo me odiaba, por eso me maltrataba. No sentía el drogarme como un maltrato. Pero a veces, cuando me acostaba con los efectos de la coca y la pepa, me decía 'sos adicta, ya está'. Pensás 'nunca más', pero te dormís y al otro día volvés. Cuando te da un bajón de cocaína o de ácido, se te aparecen todos tus fantasmas, como un video de tu vida con las peores escenas y no podés hacer nada sino bancarte hasta que te llegue el sueño mientras tu cerebro no para de decirte lo mierda que sos, que no vas a conseguir novio, que tu vida es una mierda”.

 

El camino a la recuperación

A los 20 años comenzó terapia por problemas en la relación con un chico. Durante las sesiones, le contó a su psicóloga de su adicción. “Me dijo: ‘Yo no voy a decir nada por el secreto profesional, pero si me pregunta tu mamá se lo voy a decir, porque sos menor’. Un día, de las tantas veces que mi mamá me vio drogada, le cayó la ficha. Me acuerdo que volvió un día del trabajo, me contó que había hablado con la psicóloga, que esto así no iba a seguir y que tenía que empezar un tratamiento. Le recomendaron que fuera a Valorarte (un centro de rehabilitación de adicciones), y ahí empecé”.

Después de más de tres años de haber convivido diariamente con la droga, y tras la imposición de su madre, tuvo que embarcarse en un tratamiento para salir de su adicción. Micaela recuerda que al principio no quería ir. “Era un embole, iba a tener que dejar de drogarme, de ver a mis amigos. Un fin de semana que salí con ellos, les conté. ‘¡Qué garrón! -me decían- no cambies los gustos musicales, porque todos los que se internan terminan escuchando cumbia’. Ahí te das cuenta qué clase de amigos eran”, reflexiona.

El viernes 6 de julio de 2001 empezó el tratamiento. Tuvo que sacar los posters de su cuarto y también la tele. “La idea es que el cuarto sea un lugar donde vas a dormir y desprenderte de todo lo que venías haciendo. Dejás de escuchar alguna música que asociás con la que escuchabas cuando te drogabas. Yo tuve que desprenderme del disco Natural Mystic, de Bob Marley. Se lo di a mi vieja. Hoy lo escucho y me acuerdo que lo escuchaba para ir a comprar droga. La parte de consumo no era lo difícil. Lo difícil en ese momento era que tenía que ser “careta” y armarme la vida de cero, con gente nueva”.

El tratamiento era ambulatorio, iba de 2 a 6 de la tarde. “Al principio no tenía ganas de ir. No hablaba en los grupos de las cosas que tenía que hablar, porque era difícil. Tenés que hablar de muchas cosas que te pesan mucho. Una vez le dije a Sergio, el director terapéutico, a quien al principio odiaba pero que ahora quiero mucho, ‘¿por qué querés que hable de las cosas que vengo sufriendo de toda la vida?’. En realidad lo volvés a sufrir, pero contenida, con gente que te da herramientas para decirte cómo seguir. Cuando dicen que la droga es mala, es porque cuando te drogás te sentís bien porque te evadís de los problemas. Lo malo es que es algo pasajero, superficial, porque los problemas no se resuelven, no desaparecen. El tratamiento te hace laburar en los agujeros que tenés. Después empezás a contar historias que nunca le contaste a nadie, ni pensaste que lo ibas a contar, cosas que no contás cuando te estás drogando porque te sentís una pelotuda. Y llega un punto que te comprometés con el grupo, el tratamiento y con vos”.

Durante el tratamiento fue aprendiendo cómo afrontar lo que le pasaba y qué hacer para no recaer. “Porque no es que no te va a pasar lo mismo. Muchos de nosotros seguimos haciendo terapia, a veces volvemos, seguimos en contacto, el tratamiento te devuelve la vida. A mí me devolvió la confianza porque te sentís parte de un grupo que te acepta como sos, que te enseña a relacionarte con vos mismo, a mostrarte que sos único y libre de cualquier atadura. No sentís que estás en una secta o que te están lavando el cerebro”.

El tratamiento de Micaela duró tres años. “El proceso hizo que me encontrara con mi hermana y que frenase la competencia. Pude tener otra relación con mi mamá y mi papá. Nunca recaí. He tenido compañeros que sí, y que volvieron y terminaron el tratamiento, y he tenido compañeros que no. Hoy no tengo miedo de recaer, tengo siete años y medio de graduada. Los dos primeros años son los más difíciles. Por ejemplo, si hoy vuelvo a fumar marihuana, aunque sea una seca, tengo que volver a hacer el tratamiento. Pero ahora si voy a un lugar y están fumando, no me dan ganas. Porque mientras pasan los años y vas generando cosas que te hacen bien (por ejemplo hacer una carrera, irte a vivir sola, tener tu grupo de amigos) todo eso te va alejando de lo otro. Lo comparás y decís: ‘No, no le encuentro sentido’. Lo que hacés en el tratamiento es construir los cimientos para esa casita que va a ser tu vida, si construís para arriba es difícil que vuelvas a recaer. Mi viejo falleció en este tiempo que estuve de graduada y no se me ocurrió volver a consumir”, asegura.

 

La vida tiene sentido

Además de poder rehabilitarse de su adicción, Micaela se recibió de licenciada en Relaciones Públicas y hoy, entre sus tareas, colabora en el área de prensa de la fundación que la ayudó a encauzar su vida. “Yo estaba convencida de que nunca me iba a recibir de nada. Seguramente si mi mamá no me hubiera llevado a Valorarte, no sólo seguiría consumiendo sino que seguiría sin ser yo misma, transando con sentimientos y opiniones de otros para poder 'pertenecer', para sentirme parte. Seguiría desconfiando de todos (y cada vez más) y me sentiría muy sola y con muy baja autoestima, sin tener amor propio. Afortunadamente, hoy tengo un trabajo (soy asistente de cuatro directores en una empresa de tecnología), soy docente, me mantengo, vivo sola, tengo mi gatita. Después de recibirme le propuse a la fundación ocuparme de la prensa. Empecé haciendo las campañas en Google con palabras relacionadas, les propuse rediseñar el sitio. Y ahora soy medio la vocera de Valorarte, me gustaría laburar full time en eso”.

“Como hay mucho prejuicio con respecto al que se droga y no se conoce mucho qué pasa con el que terminó el tratamiento, no lo cuento para que no se me juzgue. Si el día de mañana un hijo mío cae, no creo que sepa manejarlo, es algo a lo que le tengo miedo. En general, hay una tendencia: padre que fue adicto, tiene hijos adictos. Así como se sabe que solo un 7% de los adictos que hacen el tratamiento se terminan recuperando. Cuando tenga un hijo, por supuesto que se lo voy a contar, es parte de mi vida”