Vivir en silencio: mi lucha diaria contra la fobia socia
Me llamo Ana, tengo 28 años y vivo en Buenos Aires. Desde los 14 años empecé a notar que algo en mí no funcionaba igual que en los demás. Lo que para mis compañeros era simple —hacer una exposición, presentarse ante el curso, levantar la mano para responder— para mí era un calvario. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que todos podían escucharlo. Me transpiraban las manos, la cara se me ponía roja y sentía que me ahogaba. Durante años me dijeron que era solo timidez.
No supe que tenía fobia social hasta los 22 años, cuando en la facultad no pude rendir un examen oral y me largué a llorar frente al profesor. Me encerré en el baño y tuve un ataque de pánico. Fue mi mejor amiga quien me convenció de ver a una psicóloga. Fue ahí donde empecé a entender qué me pasaba realmente.
La fobia social no es simplemente ser tímido. Es vivir con un miedo constante al juicio de los demás, incluso cuando no hay nadie cerca. Antes de cualquier evento social, mi mente empezaba a imaginar todas las posibles formas en que iba a hacer el ridículo. Si tenía que ir a una reunión familiar, llegaba a descomponerme. Ni hablar de hacer una llamada telefónica o pedir algo en un restaurante. A veces evitaba salir por días, semanas. Me aislaba, me sentía inútil, diferente, una carga.
Empecé un tratamiento con psicoterapia cognitivo-conductual, y luego de unos meses, también me recetaron medicación (un ansiolítico y un antidepresivo en dosis bajas). El proceso no fue mágico ni rápido. La terapia me confrontó con miedos profundos, con heridas de mi infancia, con creencias que me limitaban y me hacían sentir menos. Aprendí técnicas de respiración, manejo de pensamientos automáticos y exposición gradual a situaciones sociales. Cada pequeña “victoria” —como hacer una pregunta en clase, asistir a una reunión, hablar con alguien nuevo— fue un paso importante.
Pero también hubo recaídas. A veces sentía que volvía a empezar de cero. Hubo semanas en las que me sentí completamente sola, atrapada en un cuerpo que quería esconderse del mundo. Las redes sociales no ayudaban: ver la vida “perfecta” de los demás me hundía más en la sensación de fracaso.
Hoy puedo decir que estoy mucho mejor, aunque no completamente “curada”. La fobia social no desapareció, pero ya no controla mi vida. Aprendí a reconocer los síntomas, a darme permiso para sentir miedo sin que eso signifique que estoy fallando. Y lo más importante: dejé de sentir vergüenza por tener esta enfermedad. Hablar de ello es parte de mi sanación.
Comparto esto porque sé que muchas personas viven esto en silencio, como yo lo hice durante años. Si estás leyendo esto y te sentís identificado, buscá ayuda. No estás solo. Se puede salir adelante, paso a paso, con paciencia, con apoyo y, sobre todo, con amor propio.
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