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Creando estilos de vida sanos

Mi experiencia con ayahuasca

Con el panorama un poco más claro que al comienzo partimos entonces al Amazonas, llenos de expectativas completamente ajenas a la ayahuasca y con una premisa clara: no íbamos a buscarla; en todo caso, íbamos a dejar que nos encontrara, y entonces decidiríamos. La primera mención vino de boca de Cristian, en la caminata que realizamos hacia la cascada. Supongo que imaginó que no conocíamos acerca de la ayahuasca, o lo que es peor, que teníamo nuestros prejuicios o mala información citadina, por lo que nos introdujo en el tema con términos básicos. Así me enteré de que no se trata de algo reservado exclusivamente para los chamanes, sino que es parte de la cultura de todos, y que la toman tanto niños como adultos, varias veces a lo largo de su vida. Cristian nos explicó: “es para ver tu futuro, tienes visiones, y te conectas con tu espíritu, y sabes qué hacer, qué va a pasar y te ayuda en tu vida”. No me dio vergüenza mi desconocimiento y aproveché para hacerle todas las preguntas que se me ocurrieron y que sirvieron a esclarecer mis miedos. Él me calmó: no, no te hace mal al estómago, sólo te limpia si lo necesitas; no, no te quedas inconsciente, ni pierdes el control; el efecto depende de lo que la planta quiera decirte. La personificación de la ayahuasca, el rol de sabiduría que adquiere en cada conversación y el respeto con el que se refieren a ella me deja pensando. No puede tratarse de un simple alucinógeno; el rol que ocupa en sus vidas y en su cultura es clave. El tema vuelve a surgir en el encuentro con Pascual, quien nos dice que ya sabía acerca de nuestra llegada “porque lo vio en sueños”, y esta frase viene acompañada de una sonrisa que termina en aclaración: “Nosotros vemos el futuro con Nantem, (palabra shuar para denominar a la planta), si quieren podemos probar, les va a ayudar a seguir en su viaje, a tomar el camino correcto”. La forma natural en que surgió el ofrecimiento, tan desnudo de tabúes y secretos, me cayó simpático. No era una invitación a drogarnos, ni un ofrecimiento “místico” a cambio de dinero, era un agasajo, una invitación a compartir su cultura, a maximizar nuestra experiencia. Dijimos que sí dudosos, y Pascual lo percibió, por lo que la cita quedó programada para dos días antes de nuestra partida, y ya no se volvió a hablar del tema. Si por momentos la idea de probar ayahuasca me excitaba, había ratos en que el miedo a lo desconocido era más fuerte que cualquier entusiasmo. Jamás probé siquiera tabaco, por lo que pensar en un alucinógeno como primera experiencia se me hacía demasiado. No tenía miedo de que me hiciera daños prolongados, ni de que me generara adicción: tenía miedo de perder el control, de entrar en pánico, de ver cosas que no quería ver. Cuando llegó el día Pascual nos indicó que debíamos hacer ayuno. Imagino que en circunstancias normales el sacrificio no sería tanto, pero tras una semana de vivir a palmitos y pescado, con pomelos silvestres como única fuente de azúcar, la idea de no ingerir nada se nos hizo demasiado complicada. Para el quinto día de dieta amazónica yo no podía pronunciar palabra sin visualizar un enorme tarro de dulce de leche en mi mente, y la sola idea de pizza me provocaba una salivación digna de cualquier Hombre Lobo en luna llena. Por lo que desayunamos, y tras un escueto almuerzo de yuca y palmitos, nos morimos de hambre el resto del día. Pascual se encargó de traer las plantas y nos avisó cuando comenzó a prepararla, no sólo para que aprendiéramos, sino para que también nos quedáramos más tranquilos. La palabra ayahuasca significa liana del cielo, y estas mismas eran las que ahora Pascual cortaba en trozos iguales y raspaba con el machete para quitar musgo y suciedad. Todo lo que caía era recolectado en una enorme hoja que luego sería depositada en un lugar seguro “para que la planta cuide de sus sueños”. Cuando las ramas estuvieron limpias, Pascual las aplastó con la hoja de su herramienta, y metió entre los filamentos hojas de “iaji” (no se si es la forma correcta de escribirlo), otro árbol. Lista la unión entre las dos plantas, metió todo en una olla, lo cubrió de agua y lo puso a hervir. Cuando el agua estuvo evaporada hasta la mitad de la cacerola, Pascual retiró las ramas y dejó evaporar el resto del líquido, hasta que quedó en el fondo un brebaje color café, de consistencia viscosa, que dejamos enfriar. El resto de la tarde hicimos tiempo, hasta que fue el momento de dar nuestra charla a la comunidad. Una vez terminado el evento, Pascual nos llamó a su casa para beber. En ese momento vinieron a mí todos los relatos que alguna vez había escuchado de otros viajeros sobre la misma experiencia. Hablaban de chamanes, de tambores, de una diarrea infernal seguida de vómitos, y finalmente el trance. Sabía que Pascual sería nuestro guía, pero no sabía qué era lo que estaba por suceder. Cuando llegamos a su casa me encontré con que todos estaban a la expectativa de ver si tomábamos o no, y eso me hizo sentir aún más nerviosa ( y por qué no ignorante…pensé que tal vez esos niños se reirían de la “gringa” tomando planta sagrada, cosa que es para ellos de lo más natural). Para calmar nuestros miedos, Pascual nos contó que Ximena, su hija mayor, se uniría en el ritual. Informado esto colocó la jalea en una pequeña copita y se la dio a Juan, que se la tragó de un sorbo. Cuando llegó mi turno el corazón me golpeaba el pecho desesperado. Con la taza en frente de mi nariz dudé, y en un acto de valentía me tragué el líquido sin pensar. El sabor amargo me recorrió la garganta y supe que ya no había vuelta atrás. Ximena hizo lo mismo y se sentó junto a nosotros. Al quedar vacía la olla imagino que la diversión quedó esfumada, y todos los espectadores regresaron a sus actividades, dejándonos a nosotros tres sentados frente a Pascual, que hablaba con calma. Media hora más tarde comienzo a sentir algo desagradable en el estómago. La panza me hierve y me hormiguean las extremidades. Esperamos quince minutos más, tengo sueño y me siento algo mareada. Pascual nos dice que podemos ir a descansar a la carpa, que él va a vigilarnos. Me agrada la idea. Nuestro espacio de escasos cm2 es mi seguridad portátil. Amo nuestra carpa, hace que me sienta en mi hogar en cualquier lugar. Pero apenas cruzo la puerta de la casa cuando siento que las nauseas me capturan y vomito todo desenfrenadamente. Siento el amargo de la ayahuasca, el ácido del pomelo y el hedor del vómito, todo junto saltar al vacío. Es horrible. Mareada y a los tumbos llego hasta la carpa, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no meter la pata en charcos de barro que apenas superan la circunferencia de mi pie. Me acuesto y cierro los ojos, los ruidos de los bichos me aturden, los oigo todos y puedo distinguirlos y diferenciarlos. Con los ojos cerrados siento que mi aislante se transforma en una alfombra mágica. Se mueve, vuela, se escapa de la carpa y de la casa y pronto estoy arriba, lejos. Miles de colores psicodélicos pasan frente a mis pupilas, se forman mariposas, imágenes microscópicas que se convierten en flores, estrellitas y arcoíris que se funden en un caleidoscopio y que luego forman cataratas de más flores que me sonríen de manera infantil. La corriente me lleva. Si abro los ojos veo mi entorno perfectamente. Juan yace a mi lado despierto, la luz encandila. Si los cierro, nuevamente los colores brotan como manantiales que nacen en la negrura de mis párpados. De vez en cuando vienen pensamientos “normales”, recuerdos desubicados, ajenos a este baile. Entonces el río aparece y se los lleva, y los veo irse con la corriente como si fueran cajitas de televisión individuales que flotan como inocentes barquitos de papel. Entiendo que debo desprenderme de ellos. La imagen de Cristian se aparece: está vestido para la guerra y mil shuar corren con él hacia una montaña en donde mineros, madereros, colonizadores y sacerdotes conforman el ejército enemigo. Yo los observo, sé que ganan: los destruyen. De fondo Michael Jackson canta: “all I wanna say is that they don’t really care about us”. Bizarro, lo sé, pero con sentido después de todo… Más tarde yo de adolescente, yo en la escuela, la piel fresca, el rostro juvenil, mi mamá en el hospital, yo llorando, yo contra la hipocresía de mis compañeros, yo contra todos. El río aparece y se vuelve a llevar esa imagen. Entonces me veo bebé bajar por un túnel, querer moverme y nacer, y nazco como soy ahora, y muevo mis brazos y mis piernas, y sé que soy libre. Entonces una ruta avanza velozmente por la noche, pasa debajo de la Torre Eiffel, del Big Ben, de la Estatua de la Libertad, y todo se repite con velocidad. Es un circuito cerrado, es la vuelta al mundo. Y así más, y más imágenes, viéndome desde lo alto, entendiendo más y más de cosas lejanas, cosas que ni yo recordaba que recordaba. No sé cuánto tiempo pasó pero me quedé dormida. Y sentí entonces crujir mis tripas horrendamente. Recordé el consejo de Pascual, que consciente de mis dificultades estomacales me aconsejó que me mirara el vientre en el transe. Ví entonces una enorme mancha naranja bajo mi ombligo, y dentro de ella una anaconda sentada sobre sí misma. Era negra y sonreía, y estando dentro de mi cuerpo no dejaba de hablarme. Sus palabras tenían sentido, me daban paz. Descubría entonces que no estaba sola, que había gente mirándome desde arriba, porque yo estaba acostada durmiendo y en mi sueño lo sabía. Eran personas mayores, tal vez espíritus ancestrales, que me estaban vigilando. Yo sabía que estaban muertos y que me estaban cuidando, entonces le pedía a la anaconda que lo trajera a mi abuelo. Pero ella me decía que mi abuelo no pertenecía a esa gente, y venía en cambio mi Abuela Noni, quien fue en realidad mi bisabuela. Estaba blanca, viejita y encorvada, pero me abrazaba. Yo le tomaba el rostro con mis manos y ella sonreía. Estaba feliz, y yo también lo estaba. Entonces me desperté con una claridad mental jamás experimentada. Sentí náuseas y salí a vomitar. Cuando regresé a la carpa supe que el efecto se había pasado. No podía dejar de sonreír, y me acosté junto a Juan que seguía despierto. Sentí paz, y mucho, mucho amor por Juan. De fondo, una voz retumbaba: “Lo mejor está por venir”. Me costó dormir, y por el contrario tenía ganas de contarle a Pascual, a Cristian y a todo el mundo lo que había vivido. Nada de lo que temía pasó, nunca perdí el control y logré disfrutarlo. Me alegré de haberme animado, y entiendo también por qué me lo habían recomendado. Y volví a reflexionar sobre las drogas, sobre los tabúes y mis miedos iniciales. No me había escapado de la realidad, al contrario, había logrado comprenderla desde otro punto, con más lógica, más conciencia. De la forma en que lo habíamos hecho no se trataba de buscar la verdad universal tomando una infusión, sino de participar de un ritual ancestral, con gente que sabe del mundo mucho más que cualquier doctor universitario con enciclopedia encima. Era el momento justo y el lugar, y si ahora me preguntan supongo que el consejo que daría sería no ir en busca de ayahuasca, sino dejar que la planta lo encuentre a uno. Porque sí, tiene poderes, y pueden ser fenomenales.