08 de October del 2018
Alonso Tenorio
Quienes han divagado por los senderos de la adicción cuentan que para salir de ella, primero hay que tocar fondo. Pero quienes se pierden en las intensas sensaciones del crack, a veces deben caer en un abismo mucho más profundo, hasta llegar a las expresiones máximas de la traición, el egoísmo, la manipulación y, sobre todo, la desesperanza.
De ello da fe un joven de 25 años a quien llamaremos Santiago. Cuesta imaginarse a semejante hombrón con 32 kilos menos, reposando su demacrado cuerpo sobre un viejo cartón en la zona roja. Hijo de padres médicos y criado en un residencial de lujo, Santiago demuestra que ni el dinero ni el estatus son vacuna contra la adicción.
Se empezó a hundir a los 13 años cuando incursionó en el consumo del alcohol y la marihuana, junto a un grupo de pares que le ofrecían aceptación y compañía a cambio de droga, una transacción que, entonces, le parecía razonable.
Muchos experimentan con las drogas sin caer en la dependencia, mas otros quedan enganchados sin advertencia previa o, al probar, despiertan el hambre de sensaciones más intensas.
Si bien existen casos aislados en los que se consume crack sin antecedentes de otras drogas, esos son la excepción, pues lo común es pasar primero, aunque sea esporádicamente, por sustancias como el tabaco, el alcohol, la marihuana y la cocaína. Cada droga con la que se experimenta ensancha el portillo para llegar a la piedra.
Así le sucedió a Santiago, quien anduvo de colegio en colegio por problemas de conducta y violencia, y, al llegar a los 15 años, era consumidor ávido de cocaína. De ahí al crack solo faltaba un brinquito que no dudó en dar cuando notó que el precio de la cocaína (actualmente alrededor de ¢5.000 la línea), le quemaba un hueco en la billetera.
“La cocaína es tan cara que llega un punto en que no es sostenible. El cambio al crack fue por motivos económicos para mí, y para muchos otros, porque no son tantas las personas que pueden sostener un vicio de ¢25.000 diarios”, explica.
Rapidito, la calle enseña que no hay nada más barato que el crack. Por un precio promedio de ¢500 (que, dependiendo del lugar, puede descender a ¢300 o subir a ¢1.000) se consigue una piedra en cientos de lugares de la capital, incluso detrás de las fachadas más insólitas: carnicerías, salones de belleza y bazares.
Más intenso que el crack, tampoco hay. El crack es cocaína cocinada y cristalizada, lo cual permite que sea fumada a través de un tubo. A diferencia de la cocaína, que se esnifa por la nariz y se absorbe en un área de unos cuantos centímetros dentro de las membranas nasales, el crack ingresa al cuerpo a través de los pulmones.
“El ser una droga fumada, le permite entrar muy rápido al sistema a través de la vía pulmonar porque el área de absorción está muy vascularizada (llena de vasos capilares) y es muy grande, de unos 200 metros cuadrados de superficie” (área que se obtendría al extender el tejido pulmonar), explica el médico psiquiatra y especialista en adicciones.
https://www.nacion.com/archivo/la-droga-de-la-devastacion/VCEB6LJXWNHXXIYVOP24UI42ZA/story/