Testimonio de un alcohólico que logró salir de la cárcel de la adicción
A los 18 años, Jorge (54 años, nombre ficticio) fumaba “algún porrillo que otro” pero bebía poco alcohol. A los 22 empezó a coquetear con la cocaína y el beber fue progresivamente en aumento. Trabajaba en la hostelería y vivía con sus padres, lo cual le permitía disponer de dinero. En los 10 años siguientes se casó, tuvo una hija, se divorció… Y, paralelamente, el consumo esporádico y supuestamente «controlado» evolucionó hacia un alcoholismo flagrante.
“A partir de los 28 años ya consumían mucho, ya estaba hecho un adicto, es decir, bebía por la mañana, bebía al mediodía, bebía por la tarde y por la noche, y todos los días. Y la rayita de coca, por supuesto, me la hacía al final de la noche”, cuenta Jorge desde Las islas Canarias.
“¿Qué me llevó a consumir de esa forma? Hombre, hoy en día miro hacia atrás y a veces me hago esa misma pregunta”, confiesa. A partir de la separación Jorge atravesó varias depresiones (y seguramente antes también). Entonces se aferró a la bebida «como excusa”. Desde ese momento, el consumo fue en exceso.
Sin embargo, su voz transmite la sensación del vacío que experimentaba en aquellos tiempos. Un aire de falta de motivación y entusiasmo que toda persona con tendencia a la adicción busca llenar con los estímulos provocados por la sustancia o por el hábito compulsivo.
“Incluso me levantaba a las 5:30 de la mañana, acostándome a las 2:00 de la mañana, para ir a un bar que hay al lado de mi casa, para tomarme un café y un agua con gas y, luego, me bebía tres Jägermeister. ¡Impresionante!”, relata, sorprendido de sí mismo.
“A lo mejor bebiendo pensaba en ese momento que evitaba los problemas”. Pero lo cierto es que los acumulaba: en la pareja, en el trabajo, en su organismo… El aliento, el sudor, su aspecto (pesaba 50 kg) y sus actitudes, delataban a Jorge frente a los suyos. Sin embargo, su entorno le toleraba, quizá porque no se comportaba de manera agresiva.
“El alcoholismo mío era beber mucho y meterme en casa, no era de armar escándalos”, aclara. Aunque eso no basta para evitar el daño a quienes tienes cerca. “Ahora me doy cuenta de que la persona borracha, alcohólica, es la única que piensa que ella está bien y que el resto del mundo está mal”, dice.
“Te enfada que tu pareja te diga que te estás pasando, que bebes todos los días. Te pones en Guardia, como diciendo ¡Joder! Déjame, que es mi vida, que quiero hacer eso”, recuerda. Entonces la mujer agachaba la cabeza y se alejaba, para evitar que la irritación se convirtiera en violencia.
Quizá Jorge tuvo suerte, a diferencia de otras personas que pierden todo por las consecuencias de la bebida. En el ámbito laboral intentaba controlarse (aunque la adicción se caracteriza por la falta de control). Así que cuidaba de evitar desastres. Quizá, en el sector en el que trabajaba, la hostelería, su adicción resultaba más llevadera o camuflable si evitaba confrontaciones directas con clientes y errores garrafales.
“Intentaba que el alcohol no me afectara o, más bien, disimular: siempre ponerme recto y hacer las cosas bien. Y gracias a Dios no me perjudicó del todo: no perdí el trabajo, no perdí a mi familia…”, reconoce.
Al echar la vista atrás, Jorge se arrepiente de haber dañado a personas cercanas, “que te quieren”, con ciertas actitudes y de no haber estudiado. Pero insiste: “La persona alcohólica piensa que todo el mundo está equivocado y que ella tiene razón”.
Sin embargo, él se daba cuenta que tenía un problema. Algo clave en cualquier adicción. Por eso venía desde los 33 años intentado salir de la trampa, aunque sin éxito.
“Siempre recaía… Estuve en centros de desintoxicación de aquí de mi pueblo, del vecindario. Me mandaron pastillas B12, que dice que sustituye el azúcar del alcohol. Estuve en tratamiento también con un psicólogo muy bueno, que me ayudo mucho… pero pasaban las terapias y yo seguía bebiendo”, se lamenta.
Hasta que un día, probablemente apuntalado por todos esos tratamientos que había atravesado, con 45 años y con una hija bebé de su segunda pareja, Jorge dijo “basta, hasta aquí hemos llegado”. Había tocado fondo.
“¿Qué es tocar fondo? Es estar en el fondo del barranco, cuando estás hundido: tu familia está mal contigo, tú estás mal con tu familia, la economía va mal. Tienes todo en contra por culpa del alcohol: tu pareja, tus hijos, el trabajo…”, precisa Jorge. Es un punto límite después del cual ya no hay retorno.
“Hay una cosa después de tocar fondo, que es lo que le ocurrió a un amigo: suicidarse. Pero a mí eso nunca se me pasó por la cabeza: cuando ya no pude más, busqué salir”, recuerda con tono dramático.
“El día que dejé el alcohol estuve en mi casa tres días malito, malito, malito, con temblores y fiebre”, recuerda. “Bebía agua y vomitaba, comía medio sándwich y vomitaba, me tomaba un café y me sentaba fatal; fumaba tabaco y también. Todo me sentaba mal. A partir del tercer día lo había conseguido”, describe Jorge su síndrome de abstinencia, una etapa que muchas personas no pueden superar sin ayuda médica y farmacológica en un centro de desintoxicación.
“Salí a la calle y empecé a caminar y a mirar los bares, y me decía: si has aguantado tres días, puedes estar un mes, puedes estar una semana, puedes estar tres meses sin volver a beber alcohol; y así lo hice”, se enorgullece. Eso sí, lo tiene claro: “Si tú quieres realmente dejarlo y pones de tu parte, puedes; yo quería y puse de mi parte”.
Tuvo un par de recaídas, pero le bastaron para darse cuenta que la bebida no era una solución. Su entorno fue clave para conseguir la abstinencia. En su caso, tres mujeres; la actual pareja, la hija que tuvo con ésta y la mayor, del anterior matrimonio, que optó por vivir con él tras criarse con su madre. Pero también sabe que su voluntad férrea para salir conformó el elemento esencial para lograrlo. Y las terapias vivenciadas en centros y con un psicólogo especialista en adicciones cimentaron emocionalmente su convicción para dejar la bebida.
Hoy, a sus 54 años, Jorge lleva nueve años sin beber. “No me hace falta. Río y follo mejor que antes”, suelta, como prueba de su bienestar. Aunque continúa ejerciendo en la hostelería y a diario tiene contacto con el alcohol, mantiene firme su abstinencia y se asombra cuando observa lo que la gente consume.
“No me apetece el alcohol; me bebo una cerveza sin alcohol, un café. El cambio es impresionante”, afirma. La experiencia le sirve a Jorge para asegurar que, de todas las que ha probado, “la peor droga que puede haber es el alcohol”.
Sin duda los tratamientos experimentados durante todos esos años fueron haciendo mella en su adicción. Al menos esto es lo que cree Jorge y, por eso, se siente en condiciones de sugerir a quien desea entrar en un centro de adicciones “que se deje ayudar, que siga los consejos profesionales y, si recae, pues que se vuelva a levantar”.
Habla Jorge con la seguridad de quien se puso en pie varias veces luego de comer tierra. “Por recaer no se acaba el mundo, que aproveche la experiencia acumulada y se vuelva a levantar, que siga con las terapias, con lo que esté haciendo. Yo he recaído varias veces, pero he seguido. Y hoy me doy cuenta que me río más y soy más feliz afrontando los problemas de cara”.