Historia de vida: "LleguĂ© a pesar 124 kilos, parecĂa que mi existencia irritaba a mis agresores"
"¡Gorda!", me gritaban en la calle. Un adjetivo calificativo que aumentaba el peso de mis kilos y de mi alma. Gorda. Vaca. Tanque australiano. Ballenato… Algunos más originales, otros más recurrentes. Los escuché una, dos, mil veces y siempre dolían. ¿Cuántas veces se rieron de alguien a quien las piernas le chocaban al caminar? ¿De quién se agitaba si tenía que trotar hasta la parada del colectivo? Parecía que mi propia existencia irritaba a mis agresores. No existía lugar de paz: la calle, el boliche, la universidad, un local de ropa… Todo eran campos de guerra donde las miradas y los comentarios eran verdaderas batallas. Muchas veces traté de bajar de peso y poder sentirme finalmente normal. Pero no controlaba a la enfermedad sino que ella me controlaba a mí. Una psicóloga especialista en adicciones considera que existe un puente entre ser adicto a una sustancia y la obesidad. En esa pasarela, firmes como un centinela, están el abuso, la dependencia y la abstinencia. Aquel impulso irresistible de comer, de llenar la boca y la mente con calorías. Esa dificultad para distinguir y expresar los sentimientos, la impulsividad con la que se actúa sin reflexionar, sin pensar en las consecuencias y la compulsión hacia la droga de elección (sea éxtasis o una hamburguesa) son uno de los tantos convergentes. Yo era una adicta. Adicta a esconder mis emociones. Adicta a tapar todo con comida.