Mi experiencia después de dejar los antidepresivos
Según ha revelado un estudio reciente, a pesar de haberse producido un aumento en la prescripción de antidepresivos, aquellas personas que verdaderamente los necesitan suelen tener muchas dificultades para recibir este tipo de tratamiento. Este dato es indicativo, por tanto, de que hay personas que reciben fármacos antidepresivos sin necesitarlos realmente.
Parte de este problema podría estar relacionada con el exceso de confianza que los profesionales de la medicina depositan en los tratamientos a base de fármacos en detrimento de enfoques más holísticos en los que se contemplen la dieta, el ejercicio y la psicoterapia. En parte, también, puede deberse a que en ocasiones los procesos de diagnóstico son deficientes, lo que a su vez lleva a efectuar diagnósticos exagerados de cuadros de depresión. La detección de este trastorno, a fin de cuentas, suele realizarse en tan solo unos pocos minutos, después de una breve entrevista al paciente que no da cabida a los posibles matices existentes entre una depresión leve y un trastorno psicológico más grave. A veces este tipo de incidencias se dan incluso durante las visitas con médicos de cabecera. El paciente menciona que se siente decaído y el médico —que no necesariamente está cualificado para reconocer los síntomas de una depresión o de ansiedad— le prescribe la solución más rápida. Muchas veces, esta situación se da en el espacio de una sola visita con un profesional de la salud mental, después de que el paciente no haya pasado más de 30 minutos exponiendo las razones por las que cree que necesita ayuda.
Incluso después de recibir un diagnóstico, muchas veces no resulta fácil saber qué necesitamos realmente o si lo que sentimos es una reacción "normal" a los altibajos de la vida diaria. Todo ello supone, por tanto, que un paciente puede llegar a recibir multitud de diagnósticos diferentes según el profesional al que vaya a ver.
Muchas veces, el hecho de medicarte, lo necesites o no, puede parecerte una forma de ceder a la debilidad.
Eso fue lo que yo sentí, al menos. Una vez tuve varios diagnósticos distintos, seguía sin estar convencida de que realmente necesitara tomar medicamentos. Intenté pensar de forma racional: ¿cómo de mal podía estar siendo una mujer de clase media, blanca y cisgénero? ¿Por qué no podía simplemente hacer de tripas corazón y mantener a raya mis emociones, como una persona adulta y sin ayuda de un cóctel de fármacos caros? Con esta reflexión, pasé de los veinte a los treinta años interrumpiendo y retomando la medicación a intervalos. Interpretaba los periodos de felicidad como un síntoma de que estaba bien y no necesitaba las pastillas. Hasta que me di cuenta de que precisamente lo que hacía que tuviera esos momentos de felicidad eran las pastillas.
Hace seis años, tiré a la basura que tengo junto a la cama lo que me quedaba de Xanax y Lexapro, convencida de que aquella iba a ser la última vez. Mi marido y yo decidimos que había llegado el momento de que la familia creciera y, si bien los estudios sobre el efecto de los ISRS durante el embarazo no son nada concluyentes, preferí no arriesgarme y dejar la medicación. El sonido del bote de pastillas al golpear el fondo metálico de la papelera fue como una especie de campana que anunciara un nuevo comienzo. Un reto. Me sentía pletórica ante la perspectiva de vivir sin medicinas y de ser madre.
Me costó tres años y medio quedar embarazada. Aunque no siempre fueron años de dicha y firme determinación, me mantuve fuerte y no probé la medicación. Durante ese periodo hubo muchos fracasos: en el ámbito de la fertilidad, la comunicación, nuestro matrimonio… Pero yo siempre tenía muy presente el desafío que me había impuesto y no quería fracasar en ese punto, también.
Así que empecé a practicar yoga y meditación, hasta el punto de que me volví una adicta. Las sensaciones que experimentaba después de las clases era como una droga cuyos efectos deseaba aferrar a mi pecho para que no desaparecieran jamás. Con el tiempo, obtuve el certificado para ejercer como profesora de yoga y poco a poco dejé de echar de menos la medicación. En la época en la que me quedé embarazaba, era como una especie de anuncio andante sobre los beneficios de la práctica del yoga para la salud mental. Incluso explicaba mi caso a mis alumnos para ilustrar lo mucho que el yoga podía ayudarles. Les hablaba de esa persona en la que me había convertido, fuerte, sana, renovada.
Hasta que, un año y medio después de dar a luz, esa historia dejó de ser verdad y se hizo añicos.
"Pero, ¿qué te pasa?", me preguntó mi marido al ver el temblor de mis brazos y los dedos agarrotados, protegiéndome la cabeza como para evitar lo que me estaba ocurriendo, pese a que estaba ocurriendo en lo más profundo de mi interior.
"¿Por qué estás tan enojada?", me preguntó, persiguiéndome mientras me dirigía a grandes zancadas a la sala del fondo, donde la emprendí a puñetazos con nuestro nuevo sofá esquinero. El impacto de cada golpe recorría mis brazos, los bíceps, los hombros, y aun así lo sentía acallado. En cualquier caso, era mejor que golpear una pared o la ventana.
"¿Qué te pasa?", insistió mi marido. Por toda respuesta, emití un profundo e interminable "¡JODEEEEEEEEEEER!", sin parar de caminar frenéticamente de la cocina al salón y viceversa.
"¿Qué pasó?", me preguntó mi marido más tarde, cuando hube lanzado todo objeto que tenía por delante y sacudido peligrosamente el armario del dormitorio, empujándolo con fuerza una y otra vez contra la pared y terminé hecha un ovillo sobre la alfombra, agarrando desesperadamente los flecos, empapada en sudor y exhausta. Mi marido no vino a reconfortarme; no hubo mano tranquilizadora posada con firmeza sobre mi trémula espada. No hubo brazos que rodearan mis hombros, que me atrajeran hacia él, envolviéndome en su abrazo. Solo estaba el gato, que me miraba desde la cama, extrañado, con su presencia tranquilizadora. Extendí el brazo y le pasé la mano por la cabeza, sintiendo el suave tacto de su pelo en los dedos.
Posiblemente pienses que, después de once años juntos, mi marido debería haberlo sabido: no sé por qué estoy enfadada; no sé cómo definirme; no sé qué se supone que debo decir.
Pero él necesita algo a lo que achacarlo, algo que le permita exonerar a ese terrible y sollozante desastre humano en que se ha convertido su mujer, la madre de su hija de un año.
Pero, ¿cómo explicar algo tan inexplicable e irracional como la depresión? ¿Cómo suscitar un mínimo de compasión cuando todo parecía ir bien, excepto en mi cabeza? Puedo analizar en retrospectiva las cosas que han ocurrido últimamente, que me han provocado cierto estrés, esos pequeños cambios que me han obligado a forzarme hasta límites inusitados para mí. Mi reciente maternidad, un trabajo nuevo y la presión que esto conlleva. Sin embargo, a menudo me parecen acontecimientos anecdóticos.
En el podcast "Dear Sugar", de NPR, Cheryl Strayed y Steve Almond leyeron una vez la carta de alguien que acostumbraba a mentir a las personas de su entorno para ganarse su compasión. Se inventaba historias de violaciones y terribles pérdidas, mentiras tan desgarradoras que las consecuencias en caso de saberse que no eran ciertas serían tremendas.
Haciendo gala de su habitual tolerancia y compasión, Strayed y Almond concluyeron que la autora de la carta estaba intentando elaborar una historia que reflejara el dolor y el sufrimiento que estaba padeciendo, que trataba de obtener la comprensión que tanto ansiaba y que no sabía cómo obtener, además de inventándose historias dramáticas.
Esa mujer sabía que las historias podían eximirla. Sabía que sus historias le ayudaban a que la gente la entendiera mejor. Sabía que la gente necesita saber por qué.
Hubo una vez en que los médicos utilizaban el modelo endógeno/reactivo para el tratamiento de la depresión. La depresión reactiva hace referencia al tipo de depresión causada por factores externos evidentes. La depresión endógena, por el contrario, es aquella cuya causa se desconoce o no es fácilmente identificable. Antiguamente el origen de esta última se atribuía exclusivamente a un desequilibrio químico en el cerebro.
Las investigaciones en este campo realizadas desde entonces han revelado que las cosas no son como las pintaban, o blancas o negras. Actualmente, son cada vez más los médicos que trabajan a partir de un modelo integrador en el que tienen cabida toda una serie de factores como posibles causantes de la depresión, algunos internos (predisposición genética, reacciones biológicas a traumas pasados, etcétera) y otros externos (falta de sueño, estrés, una pérdida importante, enfermedad...) Un estudio reciente define la depresión como un intento del cuerpo y la mente de conservar energía tras percibir una pérdida de algún tipo, ya sea de una relación, de la sensación de pertenencia a un colectivo o un bien personal. A veces las causas son obvias para la persona que sufre el episodio depresivo, otras, no.
La depresión ha estado siempre presente en mi matrimonio con mayor o menor intensidad. Muchas veces era capaz de determinar el origen: problemas específicos de comunicación con mi marido, los miedos que conlleva el matrimonio en general, la disparidad de salarios entre ambos, el fracaso profesional, la infertilidad, el agotamiento.
Sin embargo, otras veces no soy capaz de hallar la raíz de mi rabia, mi frustración y mi malestar. En esos casos, no puedo controlar la depresión porque no sé qué la causa.
Si bien la medicación alivia los síntomas, no erradica la enfermedad. Y lo que es más frustrante, tampoco revela su origen. Tal vez sea esa —más que cualquier otro motivo— la razón por la que huyo de etiquetas y fármacos. Muchos ven la medicación como un salvavidas. Yo la veo como una máscara.