Vendà mi salud por un momento de calma
Fumar era mi escape. Cuando estaba nervioso, fumaba. Cuando estaba feliz, fumaba. Cuando sentía que todo se me venía abajo, fumaba el doble. No sé en qué momento dejé de disfrutarlo y comencé a necesitarlo. Fue ahí cuando me di cuenta de que ya no era una elección, era una adicción.
Empecé a los 16. Decía que era ‘solo por moda’ o ‘solo social’. Pero ya a los 25 no podía estar más de una hora sin un cigarro. Cada intento de dejarlo terminaba en ansiedad, mal humor y una recaída. Me volví esa persona que decía: ‘De algo hay que morirse’, para justificar algo que me estaba matando en vida.
No solo afectó mi salud física —tenía tos crónica, mal aliento, cansancio constante— sino también mi autoestima. Me avergonzaba fumar frente a mi hijo, mentía a mi pareja sobre cuántos cigarros llevaba al día. Y lo peor: me sentía débil, como si nunca pudiera salir de ese círculo.
La última vez que lo dejé, lo hice con miedo. Miedo de fracasar de nuevo. Pero esta vez busqué ayuda: terapia, grupos de apoyo, ejercicio y cambiar mi rutina por completo. No fue mágico. Fue duro. Lloré, grité, estuve a punto de rendirme más de una vez. Pero poco a poco, la necesidad fue desapareciendo.
Hoy llevo tres años sin fumar. No me considero 'curado', porque cada día es una decisión. Pero cada día respiro mejor, me siento más fuerte y, sobre todo, más libre. A quien esté leyendo esto: no estás solo. Se puede salir, aunque el cigarro te haga creer lo contrario.