ComÃa para calmar mi ansiedad, pero terminaba sintiéndome peor
Durante años, pensé que simplemente tenía ‘mala fuerza de voluntad’. Comía de forma compulsiva por las noches, en secreto, después de que mi familia se iba a dormir. No era hambre. Era una necesidad desesperada de apagar lo que sentía: ansiedad, tristeza, soledad. Me sentaba frente al refrigerador y comía lo que fuera —pan, galletas, lo que encontrara— hasta sentirme físicamente mal. Después venía la culpa, el llanto y la promesa de que no volvería a pasar. Pero pasaba, una y otra vez.
A los 28 años, mi peso había aumentado considerablemente y empecé a tener problemas de salud, pero lo que más me dolía era la vergüenza. Me negaba a salir con amigos, evitaba tomarme fotos y mentía sobre mis hábitos. Un día, durante una visita al médico, rompí en llanto. Le conté todo, por primera vez. Él me habló del trastorno por atracón. Hasta ese momento no sabía que lo que me pasaba tenía un nombre, ni que había tratamiento.
Empecé terapia cognitivo-conductual y también me ayudó un grupo de apoyo con personas que estaban pasando por lo mismo. Entendí que no era débil ni perezosa, que había una raíz emocional que necesitaba atender. No ha sido fácil ni rápido. Aún tengo días difíciles, pero ya no estoy sola, ni me juzgo tanto. Lo más importante que aprendí es que pedir ayuda no es rendirse, es el primer paso para sanar.