04 de octubre del 2016
Como muchos otros temas importantes, el consumo de drogas estupefacientes no cuenta con una base de datos estadísticos actualizados en nuestro país. Aunque se sabe que este problema crece incesantemente, como ocurre en las grandes y medianas ciudades de los países vecinos, en las nuestras los jóvenes y hasta los niños tienen al alcance de sus manos y de sus bolsillos cada vez mayor cantidad de ofertas.
Los vendedores se aproximan a sus jóvenes clientes de diversas maneras: están en los puestos nocturnos de comida y bebidas callejeros o apostados cerca de los portones de escuelas y colegios, así como en servicios de entrega a domicilio, cuando vendedores y adquirentes ya construyeron suficiente confianza recíproca.
Según un estudio hecho en nuestro país hace ya tres años, seis de cada diez jóvenes entrevistados, de edades comprendidas entre 14 y 20 años, identificaron la cocaína como el narcótico fuerte de mayor consumo entre el sector de su franja etaria. Se averiguó, asimismo, que más de la mitad del millón y medio de estudiantes tiene al menos un amigo consumidor de estos productos. Lamentablemente, el estudio no alcanzó a recoger la información completa, es decir, qué cantidad de jóvenes prueba ocasionalmente o consume frecuentemente drogas prohibidas.
Pero los datos proporcionados por centros de investigación de lugares cercanos pueden servir para hacernos una idea aproximada. Según la Secretaría de Adicciones Bonaerense, por ejemplo, la edad en que los adolescentes se inician en la droga se extiende entre los 12 y 16 años. El 20,7% lo hace a los 13 años y el 11,6% a los 12. El progreso de datos y cifras levantados cada cierto tiempo indica que el inicio de la adicción se va volviendo cada vez más precoz.
El combate a la tentación de probar drogas entre los adolescentes, canalizado por medio de la educación familiar, escolar o religiosa, está demostrando no ser eficiente por sí mismo. La publicidad vehiculizada a través de los medios de comunicación masivos (programas de TV, documentales cinematográficos, etc.), o es innocua o requiere apoyo en otros recursos más convincentes e impactantes.
Debe tenerse en cuenta que los jóvenes hoy están mucho mejor informados que hace una o dos décadas sobre la realidad social, incluidos los riesgos que corren aproximándose a las drogas, así como el efecto médico y legal de consumir o traficar estos productos. No van a dejar que se les infunda temor con los mismos recursos de antes. El castigo físico, la privación de ventajas o la amenaza de sanciones severas no los amedrentan, porque se saben protegidos por la coraza de su edad. Es preciso, pues, saber equiparar la habilidad de generar convicción y la eficacia de las sanciones, lo cual, desde luego, es mucho más fácil de decir que de lograr.
Hay que tener constantemente presente, en este aspecto, que el primer estímulo que empuja a los jóvenes a probar productos prohibidos es, precisamente, el hecho de que lo estén. Se produce en ellos, entonces, un atractivo casi incontrolable: el deseo de correr una aventura. Pero ¿conocen realmente los adolescentes de 14 a 16 años los riesgos más graves del consumo de drogas fuertemente adictivas? O, por el contrario, ¿las informaciones que reciben al respecto son insuficientes o están deficientemente comunicadas? ¿Están bien instruidos, por ejemplo, acerca de que la “prueba inicial” es mucho más peligrosa de lo que suponen, por motivos que la Medicina y la Psicología explican con suficiente claridad?
Y luego debe encararse una realidad que surge de lo dicho anteriormente: si un adolescente tiene la libertad de escoger entre probar una droga o no hacerlo, significa que el acceso a ella le es muy fácil, que tiene al alcance de la mano al vendedor o a quien le puede poner en contacto con este; en fin, que dispone del dinero suficiente para adquirirla y que sus padres y demás familiares cercanos no llevan una estricta contabilidad de sus gastos.
Las personas, en general, no están en condiciones de aportar soluciones novedosas a un problema tan complejo, tan minuciosamente estudiado por observadores y profesionales especializados, que ocupa a tantos organismos públicos en todos los países. La prensa, por su parte, no tiene otra cosa más que hacer en esta materia que publicar los hechos y datos que sean útiles para mejorar la calidad de la información, y así pintar un panorama más detallado de la realidad. Los únicos que saben qué hacer, o para qué soluciones no se tienen recursos suficientes, son las autoridades y los profesionales que están investidos de atribuciones y conocimientos especiales para aplicarlos a esa finalidad.
Por este motivo es que resulta de interés general prioritario enterarse de qué se hace con las toneladas de dinero público que se destinan al combate contra estos artículos proscriptos; contra su producción, su tráfico, su venta y consumo. Las cifras que se publican como resultados del combate contra las drogas, por ejemplo, no solamente no inspiran optimismo, sino que llevan a la inquietante suposición de que lo que se confisca y destruye no es más que una parte poco significativa del total que mueve el negocio, que los traficantes detenidos y procesados no son sino pequeños peces moviéndose entre tiburones.
Sin mencionar aquí el poder que adquirieron estos tiburones en nuestro país, metidos ya en todos los ambientes de la vida económica y política, sobornando funcionarios importantes y moviéndose en altas esferas del poder político, lo que impresiona y alarma todavía más que eso es el caso de los jóvenes encerrados en el círculo fatal del hábito o en vías de volverse adictos, pues ellos son los que, en poco tiempo más, pasarán a integrar la ciudadanía con plenos derechos.
No podemos permanecer impávidos mientras una parte de nuestra generación joven se intoxica. Las asociaciones de padres y de madres, las entidades sociales y empresariales, deben despertar y movilizarse para evitar que quienes deben ser el futuro del país más bien se conviertan en su lastre y ancla.
Fuente - abc.com
04/10/2016