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Creando estilos de vida sanos

Adicto a la violencia

Necesito sentarme. Estoy en un callejón oscuro y tranquilo pero no puedo seguir corriendo. Me duele mucho el pecho, pero no me atrevo a mirar. Creo que me han apuñalado. Creo que voy a morir. Supongo que ya es tarde, pero ahora me arrepiento. No puedo evitar recrimirnarme como empezó esto, hace cinco años.

Hace cinco años, pegué mi primer puñetazo. Era un chaval de dieciocho años y no sabía lo que hacía. Ocurrió de la siguiente manera: Un grupo de amigos borrachos, una calle concurrida y una navaja. Ojalá no hubiera estado la navaja, pero lo cierto es que estaba allí, y no era uno de mis amigos quien la empuñaba. Mis amigos no eran gente valiente, en cuanto la hoja de la navaja reflejó la luz de las farolas, todos nos hicimos una piña contra la pared, un guiñapo de gente. Olvidamos que éramos amigos y todos luchábamos por permanecer en el interior del grupo, lejos de la navaja. Por azares del destino, yo quedé en la periferia. A mi espalda, el compacto grupo de mis amigos, de frente, esa navaja. No me quedó otra que enfrentarme al tipo que la empuñaba. Curiosamente, no me sentí valiente, actué por cobardía. Me daba un miedo atroz que me clavaran esa navaja así que cerré los puños y me impulse hacia adelante sin pensar en las consecuencias. El primer puñetazo que di en mi vida golpeó a ese hombre en un brazo. Fue poco atinado y bastante patético, pero el segundo, con el puño izquierdo, le destrozó la nariz. En cuanto estuvo en el suelo, mis honorables amigos se cebaron a patadas en el hombre de la navaja. Eran una escoria.

Ese único puñetazo, me acompañó el resto de mi vida. O mejor dicho, la fama que me dio ese puñetazo.

Siempre he tenido más músculos que cerebro, además, soy muy fácil de engañar. Mi siguiente pelea fue amañada por uno de mis supuestos amigos. Me prometió invitarme a una copa en un bar que él conocía bien. Me llevó allí, me invitó a una copa y la suya se la tiró por encima a un hombre con mala cara. Se metió en una pelea y yo me metí a ayudarle. Nos echaron del local y sin saber muy bien cómo me encontré en un callejón frente a tres de los amigos del ofendido. Mi supuesto amigo se había escabullido a la primera oportunidad, por supuesto.

Por suerte no sabían pelear. El primero me lanzó una patada al estómago, que no alcanzó su objetivo. Di un paso al frente, lo agarré por la solapa y le estampé mi puño en la nariz, hundiendosela. Enseguida me lleve un puñetazo en el costado, cuyo dolor me hizo girarme en esa dirección hecho un torbellino de puños y codos. No le di ningún golpe decisivo, pero el hombre me empujó. Detrás de mí estaba el tercer hombre con una zancadilla preparada. Caí al suelo, pero por suerte, conseguí agarrarme a la ropa del que me había puesto la zancadilla y lo arrastré conmigo. En el suelo, nos revolvimos y acabé encima de él. Mi rodilla aplastó sus testículos y ya estaba levantándome cuando una patada me golpeó en las costillas.

Nunca fui muy de patadas, principalmente porque al darlas, pierdes el equilibrio. Aproveché eso. Rodé hacia él. El hombre intentó alejarse trastabillando, medio me incorpore y lo plaqué dejándolo planchado en la pared. Mi puño fue a parar a su estómago y después de un par de golpes más, también estaba en el suelo.

Mire a mí alrededor. Tenía el pulso acelerado, jadeaba. En el callejón había tres hombres en el suelo gimiendo sin ganas de levantarse. La sensación de victoria fue brutal. Un choque bioquímico de euforia que no me permitió sentir el dolor de los golpes que había recibido ni la carne desollada de mis puños. Me sentí un superhombre.

Esa sensación duró hasta el día siguiente, en el que me di cuenta de que la pelea era contra el actual novio de la exnovia de mi amigo. A partir de ese momento pasé una semana en casa, frustrado, cabreado por haber sido engañado. Esos hombres no me habían hecho nada y no había ganado nada con la pelea, pero todavía me perseguía esa sensación de euforia. Tenía dieciocho años, y me había vuelto adicto a la violencia.

A partir de entonces, todo pareció irme bien, aunque visto en retrospectiva, había tomado un camino que me dirigía directo a la fatalidad, a esta cuneta donde me desangro lentamente, sin que a nadie le importe.

Unos meses más tarde conseguí independizarme gracias a un trabajo de dudosa legalidad. El dueño de una serie de discotecas se puso en contacto conmigo. Me ofreció una buena cantidad de dinero y un piso a compartir con otros tres hombres. Me había ganado una fama y ahora recibía mi recompensa. Los tres hombres eran tipos enormes y mal encarados. Nos pasábamos el día jugando a videojuegos y haciendo pesas. Se convirtieron casi en mi familia. Me enseñaron a pelear bien y me regalaron unos anillos para que mis puñetazos fueran más efectivos.

Nuestro trabajo consistía en pasarnos todas las noches por los locales de nuestro jefe. De vez en cuando amedrentábamos a alguien que quería vender droga en sus locales sin su permiso y manteníamos a raya a los borrachos problemáticos. Un trabajo fácil, incluso divertido. Me permitía pelearme de vez en cuando, y fue en una de estas peleas cuando mordí el polvo por primera vez.

Estaba en la barra, intentando ligar con una chica cuando cuatro tíos se me encararon. Pude haber llamado a mis compañeros, pero me apetecía un reto. Salimos a fuera e hice lo que pude, pero estos sí que sabían pelear. En seguida me rodearon. Me llovían golpes de todos lados y cuando el que tenía detrás consiguió tirarme al suelo ya no tuve nada que hacer. Se cebaron en mi a patadas. Por suerte en ese momento aparecieron mis tres compañeros y les dieron lo suyo. Esa noche perdí un diente y me rompieron el labio, produciéndome un cicatriz que aún conservo. Ahora tenía tan mala cara como mis compañeros.

Reflexioné mucho esa noche y estuve a punto de dejarlo. Siempre me habían encantado los números y con lo que tenía ahorrado podría estudiar matemáticas. Soñaba con convertirme en alguien, pero tomé el camino fácil y seguí con ellos. De nuevo, eso me condujo a este sucio callejón.

Miro hacia abajo y veo la empuñadura de una navaja que sobresale de mi pecho. Me cuesta respirar y la boca se me está llenando de sangre, aunque no se si es porque me han roto la nariz o porque se me están inundando los pulmones. En cualquier caso, voy a morir pronto.

Lo peor de esto, es que voy a morir por defender los sucios intereses de mi jefe. Fuimos a por unos camellos, pero estaban más preparados de lo que pensamos. Los subestimamos. Me gustaría poder decir que muero por algo noble, pero no es así. Me estoy muriendo y me siento avergonzado. He dejado de oír gritos y pasos corriendo. Estoy solo, nadie va a venir a ayudarme y cada vez tengo más frío.